El Retorno del Emperador

42.- Los Hilos del Poder

[.SOVIESHU.]

El salón del consejo estaba en completo silencio, salvo por el crujido ocasional de la madera cuando alguien se movía en su asiento. La luz del sol matutina se filtraba a través de los altos ventanales, iluminando el largo y pulido escritorio de caoba donde, frente a mí, descansaba un documento que podría definir el futuro del Imperio de Oriente.

El Tratado de Paz y Cooperación Mutua con Occidente.

A mi derecha, Karl observaba con atención el pergamino, mientras que a mi izquierda, Kosair mantenía los brazos cruzados, recargado con desinterés en su asiento. Se notaba que aún no estaba completamente convencido de mi plan, pero eso no me preocupaba. Las piezas ya estaban en movimiento.

Kosair exhaló pesadamente, rompiendo el silencio.

—Pensé que esto lo haríamos en secreto —comentó con una mezcla de incredulidad y fastidio.

Le dirigí una mirada tranquila antes de responder.

—El consejo debe saber del tratado —expliqué, deslizando los dedos sobre el borde del pergamino—. Lo que no deben saber son los hilos que lo sostendrán.

Karl me observó fijamente por un momento, su expresión era analítica. Luego, con una sonrisa burlona, se recargó en la silla y cruzó los brazos detrás de la cabeza.

—Jamás imaginé verte así —soltó con una leve risa.

Lo miré con una ceja arqueada.

—¿Así cómo?

Karl inclinó la cabeza ligeramente hacia un lado, evaluándome con una mezcla de curiosidad y diversión.

—Interesado en el imperio. Hace unas semanas eras el típico heredero privilegiado que odiaba obedecer.

Fruncí el ceño.

—Eso no es cierto.

Karl soltó una carcajada.

—Oh, vamos, claro que lo es. De día eras un odioso que solo hacía las cosas porque te lo ordenaban. Como asistir a tus clases de etiqueta, aprender protocolo o practicar deportes imperiales.

Me encogí de hombros con indiferencia.

—Eso no significa que no me importara.

Kosair soltó un resoplido desde mi izquierda.

—Claro, por supuesto —murmuró con ironía.

Karl sonrió con picardía y continuó con su monólogo.

—Nunca te vi entusiasmado con nada relacionado con la corona. Siempre parecías más interesado en evitar a tu padre que en prepararte para ser emperador.

Reí por lo bajo, porque, en parte, era cierto.

—Bueno... —murmuré, recargando mi espalda en el respaldo de la silla—. De día odiaba que me presionaran.

Karl parpadeó.

—¿Y de noche?

Sonreí levemente, sin apartar la mirada del tratado sobre la mesa.

—De noche era un estudioso responsable.

El silencio que siguió fue casi divertido.

Karl se enderezó bruscamente, su expresión de sorpresa evidente.

—¿Qué?

Kosair también me miró de reojo, aunque sin demostrar el mismo asombro que Karl.

—Lo que escuchaste —musité con tranquilidad—. Estudié por mi cuenta, solo que nunca lo hice frente a mi padre.

Karl me observó como si acabara de revelar un secreto de Estado.

—¿Me estás diciendo que todo este tiempo fingías ser un noble perezoso?

Le lancé una mirada significativa.

—Digamos que... prefería que mi padre pensara que no tenía interés en sus juegos. Para no sentirme, ya sabes, presionado.

Kosair soltó una leve carcajada, meneando la cabeza.

—Interesante estrategia.

Karl, en cambio, me miró con una mezcla de incredulidad y admiración.

—No puedo creer que nunca lo noté.

Sonreí con arrogancia y pasé la vista por el tratado una vez más.

—No todo el mundo es capaz de ver más allá de lo evidente.

Antes de que Karl pudiera replicar, las grandes puertas del salón se abrieron, anunciando la llegada de mi padre y el resto del consejo.

La verdadera negociación estaba por comenzar.

La verdadera negociación estaba por comenzar

[...]

El salón del consejo estaba en completo silencio cuando mi padre, el emperador Osis III entró, seguido por su secretario, Cassius Velmont. Detrás de él, los demás miembros del consejo tomaron asiento en la gran mesa ovalada de madera pulida. El duque de Tuania, un hombre de rostro severo y manos curtidas por los años de servicio al imperio, se acomodó con un leve carraspeo. A su derecha, el duque de Trovi, padre de Navier y Kosair, observaba todo con su usual mirada calculadora. Junto a él, el marqués de Gombet y el conde de Raskov intercambiaban miradas, mientras que el vizconde Eldrin tamborileaba los dedos contra la mesa con impaciencia.

El emperador se sentó en su lugar de honor y, sin necesidad de palabras, me dirigió una mirada significativa antes de hacer un leve movimiento de cabeza. La señal era clara: debía comenzar.

Respiré hondo, manteniendo la compostura.

—Su Majestad, honorables miembros del consejo —pronuncié con firmeza, asegurándome de que mi tono reflejara convicción—. He convocado esta reunión porque tengo en mente un tratado de paz y cooperación mutua con el Reino de Occidente.

El murmullo en la sala no tardó en surgir. Algunos miembros del consejo se inclinaron ligeramente hacia adelante, interesados, mientras que otros me observaban con una mezcla de duda y curiosidad. Sin darles tiempo a cuestionar mi propuesta, desplegué el pergamino que contenía la primera parte del tratado y comencé a leer:

—Considerando la estabilidad y el desarrollo de ambas naciones, el presente tratado tiene como objetivo fortalecer las relaciones diplomáticas y evitar cualquier posible conflicto que pueda surgir en el futuro. Ambas partes se comprometen a fomentar el respeto mutuo, el comercio libre de restricciones y la cooperación en asuntos de seguridad y progreso económico. Este acuerdo servirá como base para futuros tratados de libre comercio y colaboración en áreas de interés común.




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