[.SOVIESHU.]
El calor del beso todavía flotaba en el aire cuando nuestros labios se separaron. Me quedé mirándola, buscando en su rostro alguna señal de lo que sentía. Su expresión era serena, pero algo en su mirada se ensombreció apenas por un instante. Fue tan fugaz que cualquiera habría pasado por alto aquel matiz de tristeza... pero yo lo noté.
—¿No era lo que esperabas? —le pregunté en voz baja, incapaz de contener la duda que se instaló en mi pecho.
Navier alzó los ojos hacia mí y, como si mis palabras hubieran sido absurdas, negó con la cabeza y esbozó una pequeña sonrisa.
—Era justo lo que esperaba.
Sus palabras me aliviaron, pero no disiparon por completo esa sensación latente de que había algo más. Sonreí, aunque dentro de mí comenzaba a formarse una pregunta que hasta ahora no había querido hacer.
Si tenía la oportunidad de cambiar nuestro destino... ¿era realmente lo que ella deseaba?
Tomé aire, y antes de que el miedo me detuviera, la solté:
—Navier... —murmuré, tomándola suavemente de la mano—. ¿De verdad quieres casarte conmigo?
Ella parpadeó, desconcertada.
—¿Por qué me preguntas eso? —me cuestionó, ladeando el rostro con una leve expresión de incredulidad.
Permanecí en silencio, observándola. Sabía que su respuesta sería la misma de siempre, la que había escuchado tantas veces, la que estaba impresa en su educación, en su deber, en cada decisión que tomaba. Y, aun así, esperé.
Navier no tardó en responder, con una seguridad inquebrantable.
—Quiero estar contigo... pero, sobre todo, quiero estar con el imperio.
Sonreí, pero por dentro, algo en mí se encogió.
Por supuesto. No esperaba otra cosa.
Su lealtad siempre había sido y siempre sería hacia la corona. La Navier de mi vida pasada había sido fiel a Oriente hasta el último día. Y cuando el destino la llevó a Occidente, su devoción simplemente cambió de bandera. No era cuestión de amor o de apego personal. Ella pertenecía a la corona, no a mí ni a Henrey.
Pero eso... era algo que aún podía cambiar.
—¿En qué piensas? —me preguntó de pronto, sacándome de mis pensamientos.
Sin soltar su mano, llevé la otra a su mejilla, acariciándola con suavidad.
—En cómo enamorar a mi amada prometida.
Navier me observó, visiblemente sorprendida. Luego, una pequeña risa se escapó de sus labios.
—No hace falta —replicó con naturalidad—. Ya me tienes.
Yo negué despacio, deslizando mi pulgar sobre su piel con ternura.
—Te tengo solo porque nos comprometieron desde que éramos niños —murmuré, dejando que mis pensamientos se materializaran en palabras—. Pero yo quiero más que solo tenerte, Navier. Quiero amarte... y quiero que tú me ames.
Ella entreabrió los labios, pero no habló. Me miró con algo que parecía ser sorpresa, tal vez desconcierto.
—¿Sovieshu...?
No la dejé continuar. Me incliné y dejé un beso en su frente, suave, reverente.
—Solo dame la oportunidad de cortejarte —susurré contra su piel—. Y date la oportunidad de amarme.
Navier no respondió de inmediato. Sentí cómo su respiración se volvió más pausada, más profunda. La incertidumbre parecía danzar en sus ojos, pero finalmente, en silencio, asintió.
Agradecí ese pequeño gesto con una sonrisa. Me puse de pie y le tendí la mano.
—Ven. Caminemos un poco.
Ella dudó por un segundo, pero luego deslizó su mano sobre la mía, entrelazando nuestros dedos con suavidad.
Juntos, salimos de la biblioteca, dejando atrás los libros, las dudas, y llevándonos con nosotros una promesa silenciosa.
[...]
El sol bañaba las calles adoquinadas con su luz cálida mientras caminábamos por el corazón de la ciudad, rodeados por el bullicio habitual del mercado. Los mercaderes anunciaban sus productos con voces enérgicas, el aroma del pan recién horneado flotaba en el aire y el sonido de las ruedas de los carruajes resonaba sobre las piedras. A mi lado, Navier caminaba con paso elegante, su porte era impecable aun en medio del ajetreo del pueblo. Detrás de nosotros, dos guardias imperiales nos seguían en silencio, manteniendo la distancia suficiente para no interferir en nuestra conversación, pero siempre atentos.
—Aprecio que hayas tomado en cuenta a Kosair —comentó Navier con tono sereno, pero sincero—. Le das la oportunidad de limpiar su reputación.
La miré de reojo, notando cómo sus labios se curvaban en una leve sonrisa.
—Su reputación de peleonero y sádico golpeador, querrás decir —añadí con una carcajada.
Navier me dirigió una mirada de reproche, su ceño fruncido de manera casi imperceptible. Me detuve un instante, girándome hacia ella con una sonrisa burlona, y extendí un dedo hasta tocar el punto exacto donde su piel se arrugaba entre las cejas.
—Si sigues frunciendo el ceño así, te saldrán arrugas antes de tiempo. No querrás que te confundan con mi tía abuela en la boda, ¿o sí?
Navier resopló, apartando mi mano con un suave manotazo.
—Majestad, esos comentarios son completamente impropios, más aún cuando caminamos por el imperio.
—¿Te preocupa que los súbditos nos escuchen? —pregunté con diversión.
—Me preocupa que te acostumbres a hablar sin filtro —respondió ella con severidad, pero no pude evitar notar el ligero rubor en sus mejillas.
Sonreí, satisfecho con haber provocado una reacción en ella, pero mi alegría se esfumó en cuanto mis ojos captaron algo a lo lejos.