[.SOVIESHU.]
El bullicio de la ciudad seguía envolviéndonos mientras avanzábamos por las calles de adoquines. Navier se detuvo frente a un puesto de joyería artesanal, observando con interés los anillos y collares expuestos sobre un paño de terciopelo. Me quedé un paso atrás, observándola con curiosidad mientras examinaba las piezas con la misma expresión meticulosa con la que revisaba documentos de la corte.
—¿Le interesa algo, mi lady? —preguntó el vendedor, un hombre de mediana edad con manos curtidas por el trabajo, que sonrió al notar su interés.
Navier tomó un anillo delicado con una piedra azul incrustada en el centro. Lo sostuvo entre sus dedos, haciéndolo girar bajo la luz del sol.
—Este es hermoso —comentó en voz baja.
—Tiene buen ojo, mi lady —expresó el mercante con entusiasmo—. Ese anillo está hecho con una piedra de maná.
Mi atención se agudizó de inmediato.
Piedras de maná...
No eran cualquier piedra preciosa. Eran poderosas, escasas, y en mi vida pasada, solo unos pocos tenían conocimiento de su existencia. Henrey las había usado para acabar con mis magos... y para algo más.
—¿Piedras de maná? —inquirí con interés, acercándome un poco más—. ¿Qué propiedades tienen?
El vendedor me miró con más detenimiento y de inmediato su postura cambió. Era evidente que me había reconocido.
—Vuestra Alteza —saludó con una ligera reverencia antes de responder—, las piedras de maná son usadas en la magia. Si un mago entra en contacto con una, el maná circula entre la piedra y el mago, y normalmente puede extraer poder adicional.
Mis ojos se entrecerraron.
—¿Normalmente?
—Sí, mi señor. Si el mago no es lo suficientemente poderoso, el efecto contrario puede ocurrir... La piedra puede drenarle demasiado maná en lugar de potenciarlo.
Asentí, asimilando la información.
—¿Y qué ocurre si alguien que no es mago las usa?
—Para alguien sin habilidades mágicas, solo puede servir como piedra sanadora o corregir ciertos padecimientos fisiológicos —explicó el mercante.
Mi pecho se tensó.
—¿Qué clase de padecimientos?
—Ceguera, sordera, mudez... También hay rumores —el vendedor bajó la voz— de que en Occidente, los reyes utilizan camas de maná para asegurar herederos.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
Una cama de maná...
Así que eso era lo que Henrey había usado para darle hijos a Navier.
De repente, el anillo en las manos de Navier cobró un significado completamente distinto.
Sin pensarlo, lo tomé de entre sus dedos y lo deslicé en su mano.
Navier parpadeó, sorprendida.
—Sovieshu... ¿qué estás haciendo?
—¿Te gusta? —le pregunté, ignorando su desconcierto.
Ella bajó la mirada al anillo, observándolo con detenimiento.
—Es hermoso, pero...
—Entonces es tuyo —afirmé con firmeza.
Navier me estudió por un momento, pero al final solo suspiró con una mezcla de resignación y diversión.
El vendedor, que había observado la escena con una sonrisa discreta, aclaró la garganta.
—Si le interesa algo más, mi señor... tengo otros accesorios con piedras de maná.
—¿Para hombre? —pregunté sin titubear.
Navier soltó una pequeña risa.
—¿Ahora quieres joyas para ti?
La ignoré, cruzando los brazos mientras el mercante sacaba un brazalete con varias piedras de maná incrustadas.
—Este podría gustarle, Alteza. Es discreto, pero efectivo.
Tomé el brazalete sin dudar y me lo coloqué en la muñeca. Un leve calor recorrió mi piel al contacto, pero lo ignoré.
—¿Cuánto por ambos?
—Mi señor... es demasiado honor que usted...
Saqué diez monedas de oro y las coloqué en la mesa antes de que pudiera terminar la frase.
El vendedor palideció.
—Alteza, esto es una suma exorbitante...
—¿Estará aquí mañana?
—No, mi señor. Viajo entre reinos para vender mis productos. Estaré aquí la próxima semana.
—Bien —asentí—. Te buscaré entonces.
El mercante se inclinó profundamente, aún con la sorpresa reflejada en su rostro.
Navier me observó de reojo mientras retomábamos nuestro camino.
—¿Realmente necesitas ese brazalete?
—No —contesté con tranquilidad, entrelazando mis dedos con los suyos—, pero me gusta la idea de que tengamos algo a juego.
Navier bajó la cabeza para ocultar su sonrisa, y yo apreté su mano con un poco más de fuerza.
[.HENREY.]
El sol brillaba con intensidad sobre el patio del palacio, reflejando su luz en el mármol pulido y en las espadas que chocaban con destreza entre Ergi y Mckenna. Desde donde estaba, podía escuchar el sonido del metal cortando el aire, los gruñidos de esfuerzo y las carcajadas entrelazadas de ambos mientras se batían en un combate amistoso.
Me apoyé contra el tronco de un árbol cercano, observándolos con una media sonrisa. Mckenna, con su agilidad natural, esquivaba cada golpe de Ergi con una ligereza impresionante, mientras que Ergi, con su precisión meticulosa, lo forzaba a mantenerse en constante movimiento. Se notaba que ambos disfrutaban la lucha.
—¡Henrey! —gritó Ergi sin apartar la vista de Mckenna, quien intentaba colar su espada entre su defensa—. ¿Vas a quedarte ahí mirando o piensas unirte?
—No, gracias —repliqué con calma, cruzándome de brazos—. Prefiero mantener mi orgullo intacto antes de que me humillen.
Mckenna soltó una risa corta antes de atacar con más velocidad, obligando a Ergi a retroceder unos pasos.