El Retorno del Emperador

46.- El Regalo para Occidente

[.SOVIESHU.]

El sonido de la ropa doblándose resonaba en la habitación mientras la guardaba cuidadosamente en el equipaje. La tela de los abrigos crujía bajo mis manos, y las camisas estaban perfectamente dobladas en montones simétricos. Mi sirvienta, una mujer diligente y silenciosa, se encargaba de colocar los últimos artículos con la precisión de quien ha hecho esto miles de veces.

—Su Majestad —musitó ella, con voz suave mientras cerraba una de las maletas—, ¿planea llevar algún presente para el príncipe Henrey?

Su pregunta me tomó por sorpresa. Detuve mis manos sobre una capa azul marino y levanté la vista hacia ella. No había pensado en ello hasta ahora. No había mandado a comprar nada en particular para él, pero sabía que Henrey tenía un gusto peculiar por las joyas.

Lo sabía.

Pero... ¿cómo?

La respuesta llegó a mí con la fuerza de una bofetada.

Claro. Lo recordaba de mi vida pasada. Recuerdo como Lucio la "lagrima de hada" que yo le había dado a Navier. Una joya que yo había buscado por cielo, mar y tierra, para dársela cuando tuviéramos a nuestro primer hijo.

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Carraspeé, disimulando mi desconcierto, y me incorporé lentamente.

—No he mandado a comprar nada en específico —manifesté con calma, ocultando mi incomodidad—, pero se dice que el príncipe Henrey es un gran admirador de las joyas.

Mi sirvienta alzó las cejas, sorprendida.

—¿Su Majestad ha oído hablar de eso? —preguntó con curiosidad—. No sabía que tal rumor existiera.

Forcé una sonrisa tranquila y asentí, fingiendo indiferencia.

—Es un comentario que circula entre nobles y comerciantes. No es un secreto.

Ella no preguntó más, simplemente esbozó una leve sonrisa y continuó con su tarea. Yo, en cambio, no pude evitar pensar en lo fácil que había sido soltar esa mentira.

Mi mirada se perdió en la ventana por un momento.

De repente, Rashta apareció en mi mente. La imagen de aquella niña con ropas gastadas y cargando bolsas de despensa en la calle se aferró a mi memoria.

No podía ignorarlo.

No después de haberla visto así.

Pensé en lo que había pasado en mi otra vida y en cómo había terminado todo. Pero esto... esto era diferente. Ella aún no había tomado ningún camino peligroso. Todavía era solo una esclava en la casa de los Rimwell.

Podía dejarla como estaba y seguir con mi vida, pero algo dentro de mí me instaba a hacer lo contrario.

Tal vez... podría ayudarla.

Liberarla.

Darle la oportunidad de empezar de nuevo en otro sitio, lejos de todo esto.

Aunque claro, si hacía algo así, levantaría sospechas.

O quizás...

Quizás lo mejor sería buscar la manera de abolir la esclavitud por completo.

Eso causaría revuelo entre la aristocracia, por supuesto. La nobleza, que veía a los esclavos como una parte indispensable de su estilo de vida, se opondría de inmediato. Pero si lo lograba, ganaría el favor de la clase baja, y con el tiempo, podría compensar la pérdida de los burgueses con incentivos económicos, impuestos reducidos o algún tipo de privilegio comercial.

Era una idea ambiciosa.

Una idea peligrosa, de echo.

Pero valía la pena considerarla.

Unos golpes en la puerta me sacaron de mis pensamientos.

—Adelante —ordené con voz firme.

La puerta se abrió y Karl entró con su paso seguro y su semblante tranquilo.

—Su Majestad —anunció con formalidad—, todo está listo para partir.

Asentí en señal de entendimiento y me giré hacia mi sirvienta.

—Ve a buscar a los guardias para que suban mi equipaje. Por favor.

Ella hizo una leve reverencia y abandonó la habitación de inmediato.

Karl y yo nos quedamos en silencio por unos segundos.

—Lady Navier y Kosair Trovi viajarán en un carruaje aparte —comentó Karl tras una breve pausa.

—Lo sé —respondí sin mucho interés mientras me acercaba a una de mis cajas de joyas.

Acaricié la tapa de madera oscura antes de abrirla. Dentro, un sinfín de gemas y anillos relucían bajo la luz. Mi mirada recorrió las piezas hasta que encontré lo que buscaba.

El anillo de la llama verde.

Perteneció al emperador Osis I, mi tataratatarabuelo. Un anillo curativo, símbolo de sabiduría y poder.

Lo tomé entre mis dedos y lo examiné detenidamente.

Era perfecto para Henrey.

Saqué una caja de cuero negro y, con delicadeza, coloqué el anillo en su interior.

Karl observó el proceso en silencio.

—¿Eso es para el príncipe Henrey? —preguntó finalmente.

—Sí —afirmé mientras cerraba la caja con un chasquido sordo—. Será mi regalo para él.

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[...]

El viento matutino revolvía ligeramente los pliegues de mi capa mientras descendía los escalones del palacio. Frente a mí, la comitiva estaba lista para partir.




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