El Retorno del Emperador

48.- Un peligro oculto

[.SOVIESHU.]

El traqueteo del carruaje era rítmico, casi hipnótico. La noche ya había caído sobre el camino, envolviendo todo en un velo de sombras. El aire que se filtraba por las rendijas era fresco, y el sonido de los cascos de los caballos sobre la tierra húmeda era lo único que rompía el silencio.

De vez en cuando, echaba una mirada a Navier. Se había quedado dormida hace un rato, con su cabeza apoyada contra la ventana del carruaje. Su respiración era tranquila, su semblante relajado. A la luz de la lámpara tenue dentro del carruaje, su piel adquiría un brillo suave, casi etéreo.

El sonido de un golpe en la ventanilla me sacó de mis pensamientos.

—Majestad —llamó el cochero, su voz amortiguada por la madera—, ¿desea que descansemos en algún hostal, o continuamos toda la noche?

Lo pensé por un instante y miré de nuevo a Navier. Su viaje no había sido fácil. Merecía descansar en una cama adecuada.

—Detente en el hostal más cercano —ordené con un tono seguro pero tranquilo.

El cochero asintió y reanudó la marcha. Acomodé mi postura en el asiento y observé las sombras de los árboles pasar rápidamente por la ventanilla.

El trayecto se prolongó por unos veinte minutos hasta que el carruaje se detuvo de repente. Afuera, los guardias comenzaron a moverse, y la puerta se abrió.

El capitán de la guardia, con su armadura reflejando la luz de las antorchas, me dirigió una mirada cautelosa.

—Al fin un hostal —comenté aliviado, listo para bajar.

Pero el capitán no compartió mi alivio. Su expresión era tensa, y el modo en que sus dedos se apretaban contra la empuñadura de su espada me puso en alerta.

—¿Qué está pasando? —pregunté de inmediato, entrecerrando los ojos.

El capitán inhaló profundamente antes de responder:

—Uno de nuestros hombres, que iba explorando el camino adelante, vio un grupo de hombres con aspecto sospechoso.

Mi cuerpo se tensó al instante.

—¿Cuántos? —exigí saber.

—Cinco o seis, pero bien armados.

No era el número lo que me preocupaba, sino la posibilidad de que fueran emboscadores esperando en el camino.

Miré de reojo a Navier. No debí traerla. No debí exponerla de esta manera.

—¿Estamos lejos del hostal? —pregunté con seriedad.

—Aproximadamente cinco kilómetros —respondió el capitán sin dudar.

Apreté los dientes. No podíamos quedarnos allí, pero tampoco podíamos avanzar sin precaución.

—Dales espadas a Kosair y Karl —ordené—. Y diles a los hombres que estén alerta.

El capitán asintió con un leve golpe en el pecho, en señal de respeto, y se alejó para cumplir mis órdenes.

Karl, al recibir su espada, la giró en su mano, examinando su peso con una mueca.

—No es la mejor que he tenido, pero servirá si nos atacan —murmuró.

Kosair, en cambio, la tomó sin una palabra, su mandíbula tensa, sus ojos oscuros reflejando una furia contenida.

—¿Qué? ¿No me vas a decir que me quede en el carruaje como un noble indefenso? —soltó con ironía.

—Si te lo pidiera, ¿me harías caso? —repliqué, mirándolo con una ceja arqueada.

Él sonrió de lado.

—No.

Suspiré.

—Entonces deja de hablar y mantente alerta.

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Subí de nuevo al carruaje y eché una última mirada a Navier. Aún dormía, ajena a la posible amenaza. Apreté los puños. No permitiría que nada le sucediera.

—Avancemos —ordené al cochero.

Y con el crujido de las ruedas sobre la tierra húmeda, seguimos adelante, adentrándonos más en la oscuridad de la noche.

[...]

El carruaje se detuvo de golpe, sacudiendo todo a su paso. Sentí cómo mi cuerpo se inclinaba ligeramente hacia adelante, y antes de que pudiera reaccionar, escuché un suspiro adormilado a mi lado.

Navier.

Volteé de inmediato y la vi moviéndose con pesadez, despertando por la abrupta frenada. Su cabeza, que había estado recargada contra la ventana, ahora se enderezaba lentamente, y sus ojos, aún borrosos por el sueño, me buscaron con confusión.

—¿Qué sucede...? —murmuró con voz somnolienta.

No lo pensé dos veces. Llevé una mano a su hombro y le hablé con firmeza.

—No te bajes del carruaje.

Dicho eso, empujé la puerta y bajé de un solo movimiento, cerrándola con fuerza tras de mí.

La brisa nocturna golpeó mi rostro de inmediato. El aire olía a humedad y a la vegetación densa del bosque. La luna, apenas visible entre las ramas, derramaba una luz pálida y fría sobre el camino.

Kosair y Karl ya estaban fuera. Ambos miraban hacia adelante con expresión tensa.

—¿Por qué nos detuvimos? —pregunté, acercándome a ellos.

Kosair señaló con la cabeza. Seguí su mirada y vi lo que los había obligado a frenar.

Un árbol caído bloqueaba el camino.

Mi mandíbula se tensó.

Era demasiado conveniente. Demasiado exacto.

Intercambié una mirada rápida con Kosair. Él ya había entendido lo mismo que yo.

—Podría ser una trampa —mascullé.

En ese instante, un silbido largo y melancólico se filtró entre los árboles, deslizándose como una advertencia a través de la oscuridad.

Kosair desenvainó su espada en el acto. Su hoja reflejó un destello plateado bajo la luna. Uno de los caballos de la guardia se agitó de repente, relinchando con fuerza. Tiró de las riendas, inquieto, golpeando el suelo con las patas delanteras.




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