[.SOVIESHU.]
El sonido de los cascos resonaba en el suelo húmedo del bosque. La luna, alta en el cielo, nos iluminaba con su luz pálida mientras avanzábamos en fila, con los guardias protegiendo el carruaje donde Navier viajaba. Karl, Kosair y yo íbamos al frente, a caballo, con todos nuestros sentidos en alerta para cualquier movimiento en la oscuridad.
Tras la emboscada en el camino, decidimos tomar una ruta alterna. Avanzamos con cautela, con la esperanza de encontrar un hostal donde descansar y reagruparnos. Los hombres iban tensos, con las manos firmes en las empuñaduras de sus espadas, con los ojos escaneando cada sombra entre los árboles.
—Ahí —susurró Karl, señalando con la cabeza.
Un edificio de dos pisos apareció entre la maleza. La madera oscura y las ventanas de cristal reflejaban la luz de la luna. Pero había algo extraño.
No se veía ninguna luz encendida.
Nos detuvimos en seco. Un escalofrío recorrió mi espalda.
Era demasiado silencioso.
Kosair frunció el ceño y desmontó con rapidez.
—Quédate con Navier —ordenó, lanzando una mirada hacia el carruaje antes de dirigirse al guardia más cercano—. Ve a ver qué pasa.
El soldado obedeció. Bajó de su caballo, desenvainó su espada y se acercó con pasos cautelosos. Al llegar a la puerta, golpeó suavemente con el puño.
Un crujido resonó en la noche.
La puerta se abrió sola.
Y detrás de ella...
Un hombre yacía desplomado sobre una silla, con la cabeza ladeada y los ojos vidriosos fijos en la nada. Un cuchillo sobresalía de su garganta, la sangre aún fresca empapaba su camisa.
El guardia se tensó y retrocedió un paso.
—Santo cielo...
No hubo tiempo de reaccionar.
Desde el interior del hostal, un murmullo apenas audible se filtró entre las sombras.
Un murmullo que no provenía del posadero muerto.
Era una señal.
De repente, las sombras cobraron vida.
Desde los arbustos, detrás de las paredes y el techo, hombres armados emergieron como espectros, portando cuchillos y espadas cortas.
—¡Emboscada! —bramó Kosair, desenvainando su arma.
El caos explotó en un solo instante.
Los enemigos eran al menos veinte. Se movían rápido, con precisión asesina. Algunos descendieron desde las vigas del techo como depredadores al acecho.
Las espadas chocaron con un estruendo metálico.
Un hombre con el rostro cubierto se lanzó hacia mí, su hoja buscando mi cuello. Bloqueé el golpe con mi espada y giré sobre mis talones, esquivando su ataque por un pelo. Le asesté un tajo en el costado y lo vi desplomarse con un gruñido ahogado.
A mi lado, Karl atravesó a otro enemigo con su espada, empujándolo contra la pared de madera.
Kosair, por su parte, se movía como una bestia desatada. Con cada giro de su espada, la sangre salpicaba el suelo.
Mi cuerpo se movía por instinto. Cada golpe, cada estocada, cada esquive era un reflejo de la experiencia que había acumulado en mi otra vida.
Uno de los atacantes se lanzó hacia mí con un grito de guerra. Era ágil, demasiado preciso. Sus movimientos me resultaban extrañamente familiares.
Bloqueé su golpe y lo empujé hacia atrás.
Nuestros ojos se encontraron.
Y entonces, lo vi.
Era un guerrero de Henrey.
Mi respiración se detuvo por un instante.
El hombre también pareció reconocerme. Su expresión se deformó en un rictus de incredulidad.
—Tú... No es posible... —susurró con los ojos abiertos como platos—. Yo vi cómo morías en la guerra.
Su voz estaba teñida de miedo.
Fruncí el ceño. ¿De qué demonios estaba hablando?
Solo yo sabía la verdad. Solo yo recordaba lo que pasó en la otra vida.
¿Cómo este hombre podía...?
No tuve tiempo de cuestionarlo.
El guerrero se recuperó de su shock y se lanzó sobre mí con furia renovada.
El sonido del metal resonó en la noche.
Luchamos con ferocidad, intercambiando ataques sin tregua. Yo bloqueé su golpe y giré la espada, cortando su muslo. El hombre gruñó, pero no cayó. Retrocedió, preparándose para otro ataque.
Y entonces, lo escuché.
Un grito femenino.
Mi sangre se heló.
Me giré a tiempo para ver cómo la puerta del carruaje se abría de golpe.
Uno de los atacantes se había colado dentro.
Navier gritó cuando el hombre intentó arrastrarla fuera.
El pánico me golpeó con una fuerza brutal.
—¡Navier! —rugí, sintiendo el terror abrirse paso en mi pecho.
Pero Navier no era alguien que se quedara de brazos cruzados.
En un movimiento rápido, su mano se cerró sobre una daga que había caído al suelo. Sin titubear, la clavó en el brazo del atacante.
El hombre gritó y la soltó de inmediato, tambaleándose hacia atrás.
No lo pensé.
Corrí hacia el carruaje con una rabia que no reconocí en mí mismo.
El atacante apenas tuvo tiempo de levantar la mirada antes de que mi espada le atravesara el abdomen.
Su cuerpo cayó pesadamente al suelo.
Respiraba con dificultad. Mi corazón latía con fuerza.
Miré a Navier.
Ella estaba temblando levemente, su pecho subiendo y bajando con rapidez, pero su mirada seguía siendo firme.
—Estás bien... —murmuré, más para mí que para ella.
Pero la batalla aún no terminaba.
Kosair, al ver lo que había pasado, dejó escapar un rugido de furia.