La noche había caído con elegancia sobre el reino de Occidente. Las antorchas del palacio chispeaban con un leve crepitar, mientras la brisa nocturna acariciaba las torres de piedra tallada. El tratado ya había sido firmado. Los sellos imperiales brillaban aún frescos sobre los pergaminos, testigos mudos de una alianza sin precedentes entre Oriente y Occidente. Mañana, durante la celebración del cumpleaños del príncipe Henrey, se anunciaría al mundo.
Pero lejos del bullicio de la corte, el rey Warton II no descansaba.
Había regresado a su despacho personal, una estancia de techos altos y vigas expuestas, con paredes forradas en madera oscura y estanterías rebosantes de antiguos volúmenes. El ambiente olía a tinta, cuero curtido y humo de la chimenea.
Sentado en su escritorio de caoba, iluminado solo por una lámpara de aceite, el rey escribía con mano firme y mirada profunda. La pluma se deslizaba con decisión sobre el pergamino, como si cada palabra llevara consigo el peso de un reino entero.
Su rostro, duro y sabio, permanecía impasible. Pero en la tensión de su mandíbula y el entrecejo ligeramente fruncido, se percibía el conflicto interno que le atormentaba.
"A mi hijo Henrey," comenzó, con letras elegantes y cuidadas.
"Si estás leyendo esta carta, significa que Sovieshu, heredero del Imperio de Oriente, ha faltado a su palabra. Y con ella, a las promesas hechas bajo este techo, ante nuestras coronas y ante los ojos del continente."
El rey suspiró profundamente, deteniendo la pluma unos segundos. Luego continuó.
"He firmado este tratado no por ingenuidad, ni por debilidad. Lo he hecho porque creí —y aún creo— que hay fuerza en la diplomacia, y que la paz vale más que cien victorias en el campo de batalla. Sovieshu me prometió que cuidaría de Occidente con honor. Que protegería a su gente como si fuera suya. Que lucharía por la estabilidad del continente con la misma convicción con la que lucha por su trono."
La pluma rozó el papel una vez más, lenta pero firme.
"Pero si traiciona esa promesa... entonces tienes mi consentimiento, mi bendición y mi nombre sellado con sangre, para romper esta unión. Para defender nuestro reino. Para hacer lo que yo ya no podré."
Warton II alzó la vista un momento, contemplando las llamas que danzaban en la chimenea. No había emoción en su mirada, solo la serena gravedad de un rey que conoce bien la fragilidad de los tratados.
"Confío en tu juicio, Henrey. Tú serás el único que vivirá más allá del tiempo que tu hermano Warton podría haber tenido. Tú tienes lo que él nunca comprendió: la virtud de escuchar. Usa esa virtud, y no olvides quién eres."
"Con honor,
Tu padre,
Warton II."
El rey sopló con cuidado sobre la carta para secar la tinta, luego dobló el pergamino con meticulosidad y lo selló con cera caliente, estampando su anillo personal con un movimiento lento y solemne.
Tras guardar la carta en un pequeño estuche de ébano, se incorporó y tocó la campanilla de bronce sobre su escritorio.
Unos segundos después, un guardia entró con la cabeza gacha.
—¿Su Majestad? —preguntó con respeto.
—Tráeme a Mackenna —ordenó el rey, su voz tan firme como el mármol—. Dile que venga a mi despacho. Ahora.
—Sí, Majestad —asintió el guardia antes de marcharse con paso veloz.
Mientras esperaba, el rey sostuvo el estuche entre sus manos, con los dedos apoyados sobre el sello real. Sus ojos se cerraron brevemente. Era un padre. Era un rey. Pero más que nada, era un hombre que conocía la traición mejor que nadie. No podía proteger a sus hijos para siempre. Pero podía dejarles un escudo, incluso desde la tumba.
Poco después, los pasos apresurados de un joven resonaron por el pasillo. La puerta se abrió, y Mackenna entró.
—¿Tío? —preguntó el muchacho, apenas quince años, con la mirada inquisitiva, el cabello despeinado y una cicatriz leve sobre la ceja izquierda. Era el hijo bastardo del primo hermano del rey, un joven criado entre las sombras, pero fiel como un sabueso y más leal que la mitad de la nobleza.
Warton II le hizo un gesto para que se acercara. Le extendió el estuche.
—Guarda esto —le instruyó—. No lo abras. No lo leas. No hables de él con nadie.
—¿Qué es? —preguntó Mackenna, tomándolo con delicadeza.
—Una carta para Henrey. Solo debes entregársela si algo llega a suceder. Si la paz se rompe. Si Sovieshu traiciona nuestras palabras.
El joven asintió lentamente, con el rostro ahora serio.
—Lo haré, mi rey.
—Confío en ti, Mackenna. Nunca dejes que ese pergamino caiga en manos ajenas. Nunca.
—Lo juro por mi sangre.
Warton II asintió, satisfecho. Lo miró por unos segundos más, como si buscara memorizar su rostro.
—Eres más hijo mío que muchos de los que se sientan a esta mesa —murmuró, antes de volverse a su escritorio.
Mackenna se marchó con el estuche en las manos, y con él, la llave de una guerra que quizás nunca llegara... o quizás, estuviera más cerca de lo que todos creían.