[.NAVIER.]
Había caminado hasta los aposentos de Sovieshu con la intención de escuchar de sus propios labios cómo había resultado la reunión final con el consejo de Occidente. Toqué con suavidad a la puerta, aguardé unos segundos, pero no hubo respuesta. Repetí el gesto una segunda vez, más firme, e incluso me atreví a pronunciar su nombre con un tono comedido, cuidando no perturbar a nadie más del ala residencial. Sin embargo, nuevamente, silencio.
Fruncí el ceño con cierta inquietud. Era tarde, sí, pero él no solía dejar su habitación desatendida sin dejar indicios de adónde había ido. Algo en mi pecho se agitó, una mezcla de curiosidad y... ¿preocupación, tal vez?
Decidí recorrer los pasillos principales en su búsqueda. Las luces de los candelabros temblaban tenuemente al compás del viento que se colaba por las rendijas de las ventanas. El mármol frío de los suelos resonaba bajo mis pasos, envolviendo el silencio en un eco elegante. Caminé con determinación, pero con la gracia que se esperaba de una dama imperial. Al pasar junto a uno de los grandes ventanales que daban al patio trasero del ala de tesorería, mi mirada fue atrapada por una escena singular.
Afuera, bajo la pálida luz de la luna, vi a un grupo de caballeros de la Corona Occidental cargando con esfuerzo una gran caja de madera, ornamentada con sellos reales. Era evidente que contenía algo de valor, pues la escoltaban tres hombres con armaduras decoradas con insignias de rango medio.
"¿Joyas? ¿Documentos?", pensé. "Tal vez regalos para la ceremonia de mañana... o parte del protocolo de intercambio." Descarté la escena con un suspiro leve. No era asunto mío, y tampoco parecía fuera de lo normal considerando los eventos importantes que se avecinaban.
Justo cuando retomé mi marcha, doblando la esquina hacia el ala que conectaba con los jardines, una figura emergió del corredor lateral. Su andar era lento, elegante, y el brillo de la tela marfil profundo que vestía, resaltada por los detalles marinos bordados en plata, me reveló al instante su identidad.
—Lady Navier —musitó Ergi, haciendo una reverencia exageradamente teatral. Su tono sonaba despreocupado, con ese tinte burlón que parecía cosido a su carácter desde que lo había conocido.
Me detuve y le devolví el saludo con una leve inclinación de cabeza, intentando disimular mi incomodidad ante su presencia tan intempestiva.
—Lord Ergi, buenas noches —le respondí con cortesía medida—. ¿Qué hace usted en estos pasillos a estas horas?
Ergi esbozó una sonrisa ladeada, apoyándose contra el marco de piedra de un arco.
—Pensaba hacerle la misma pregunta, mi Lady —replicó con una chispa maliciosa en los ojos—. ¿No debería una noble de Oriente estar descansando, soñando con banquetes, tratados... o con su prometido?
No pude evitar entrecerrar los ojos con cierto escepticismo ante su tono, aunque me obligué a mantener la compostura.
—Justamente, estaba buscando a mi prometido —le contesté, sin rodeos—. Me inquieta saber cómo le ha ido con el consejo esta noche.
Él alzó una ceja, como si mi interés le sorprendiera, aunque no creí que fuera así. Ergi era de esos hombres que fingían no saber más de lo que en realidad sabían.
—Qué coincidencia —replicó, apartándose del marco con un giro sutil—. Justo vengo de hablar con él, y le doy un adelanto... No le fue mal. Lo dejé en los jardines, pensativo, mirando las flores como si esperara que le revelaran el futuro.
Mi pecho se alivianó levemente. Saber que estaba bien me dio tranquilidad, aunque la forma en que Ergi lo expresó no fue precisamente reconfortante.
—Gracias por decirlo —murmuré con una sonrisa breve, dispuesta a continuar mi camino, cuando se me ocurrió devolverle la pregunta—. ¿Y usted? ¿Qué hacía fuera de su habitación tan tarde?
Ergi se encogió de hombros con teatral desinterés, como si su presencia deambulando por el palacio a esas horas fuera lo más natural del mundo.
—Estaba buscando al joven Henrey —declaró—. Tenía algo que quería comentarle... pero no lo encontré. Su habitación estaba vacía, y no hay rastro de él en los pasillos.
Mis cejas se arquearon levemente, aunque intenté no mostrar demasiada sorpresa.
—Quizá fue a buscar algo antes de dormir... o se encuentra con su padre —aventuré, aunque no pude evitar que algo en mi interior se tensara. La inquietud es sutil, pero punzante, cuando se posa sin razón clara.
Ergi me observó durante unos segundos más de lo necesario, como si evaluara mis palabras, o tal vez mi expresión. Luego, alzó una mano con aire casual.
—Le deseo suerte en su búsqueda, lady Navier —expresó con una sonrisa que no alcanzó sus ojos—. Si ve a Henrey, dele mis saludos.
—Por supuesto. Que tenga buena noche, lord Ergi —respondí, haciendo una leve reverencia antes de seguir mi camino.
Mientras mis pasos me conducían hacia los jardines, no pude evitar sentir una especie de incomodidad persistente en el pecho. No solo por el extraño intercambio, ni por la caja que había visto minutos atrás, ni por la desaparición de Henrey. Era como si algo invisible se estuviera moviendo entre las paredes de ese palacio, entretejido en cada rincón, cada sombra, cada gesto no dicho.
Y en el fondo... temí que ya fuera demasiado tarde para detenerlo.
[...]
Había caminado en silencio por los senderos de piedra del jardín, bordeados por flores nocturnas que parecían respirar con la brisa suave. El perfume tenue del jazmín se mezclaba con el frescor húmedo del césped. A esas horas de la noche, el mundo parecía suspendido en un instante de calma serena. Pero yo no estaba en paz.
Mis pasos eran ligeros, medidos, casi furtivos, como si temiera que el mismo silencio me reprochara romperlo. Buscaba a Sovieshu, después de aquel cruce con Ergi y sus palabras vagas. Lo conocía demasiado bien como para saber que si algo lo perturbaba, lo encontraría donde siempre: solo, mirando la luna como si ella pudiera darle respuestas que ningún consejero, general o emperatriz podría ofrecerle.