El Retorno del Emperador

63.- Estoy enamorado de mi prometida.

[.SOVIESHU.]

Habíamos caminado en silencio por el ala este del palacio occidental, los pasos de ambos amortiguados por la alfombra larga que recorría el pasillo, bordeada por tapices con escenas antiguas de tratados firmados entre reinos que ya ni siquiera existían. La arquitectura de esa sección era curiosa: sobria, silenciosa, más apartada del bullicio que dominaba el edificio principal. Lo noté en cuanto la escolta nos despidió y continuamos solos.

Cuando llegamos a la puerta que le habían asignado a Navier, no pude evitar fruncir ligeramente el ceño. La distribución del lugar era... peculiar. Recordaba bien que, en este palacio, los invitados distinguidos solían estar divididos por género en edificios separados. Sin embargo, su habitación se encontraba extrañamente aislada, como si alguien hubiera querido asegurarse de que nadie se acercara a ella. Ni demasiado cerca. Ni demasiado lejos. Una trampa de diplomacia.

—Qué lugar tan... reservado —murmuré con un dejo de ironía, observando las paredes altas, el balcón enrejado, el pasillo angosto que conducía a su cuarto como si fuese un santuario.

Navier no respondió. Solo me miró, con ese rostro sereno que siempre ocultaba más de lo que decía. Había aprendido a leerla mejor que a ningún tratado. Y sabía, por la tensión en sus hombros, que algo le rondaba la cabeza.

Me acerqué un poco más, apenas un paso, y le aparté un mechón de cabello que el viento había traído a su rostro. Lo hice lentamente, como quien acaricia un pensamiento precioso. Me incliné, y con los labios tibios, le besé la frente con la devoción de quien guarda una plegaria en el pecho.

—Duerme bien, Navier —le deseé con voz suave, y me aparté un poco, dispuesto a retirarme.

Pero antes de que pudiera dar más de dos pasos, sentí la presión cálida de su mano rodeando la mía.

Me detuve.

Giré el rostro con rapidez, sorprendido. Ella seguía ahí, firme, con los dedos aferrados a los míos. Su mirada me encontró. Esos ojos verdes... siempre tan nítidos, tan luminosos, tan capaces de desarmar cualquier máscara que llevara puesta. No entendía lo que pasaba, pero el pecho me dio un vuelco.

—¿Navier? —inquirí con preocupación, dando medio paso hacia ella sin soltar su mano—. ¿Está todo bien?

Ella no respondió de inmediato. Solo me miró. Con una mezcla de fortaleza y vulnerabilidad que me paralizó. Mis dedos se deslizaron hasta su mejilla y tomé su rostro entre mis manos, sintiendo su piel cálida bajo las yemas.

—¿Qué sucede...? —susurré, bajando el tono de mi voz, como si temiera romper algo delicado—. ¿Te lastimaron? ¿Te dijeron algo?

Ella parpadeó una vez, como si dudara. Luego habló, y su voz fue baja, pero clara como un cristal.

—No quiero que llegues a tener una amante, Sovieshu. Yo... no quiero compartirte con nadie.

Su confesión me tomó desprevenido. Sentí una punzada en el corazón, pero no de dolor, sino de ternura. La forma en que lo había dicho... sin reclamo, sin histeria, sin dramatismo. Solo una verdad dicha a medias, con un atisbo de tristeza. La Navier que en mi vida pasada acepto una amante en mi vida, ahora me pedía que jamás la tuviera.

Sonreí. No una sonrisa de burla, ni siquiera de alivio, sino una que nació desde lo más profundo de mi pecho. Una sonrisa suave, honesta, vulnerable.

—Eso nunca pasará —le aseguré con ternura—. No hay lugar para otra mujer en mi vida, Navier. No ahora... no desde que volviste a mí.

Ella me sostuvo la mirada, y por un momento creí que iba a soltarme, que iba a esconderse otra vez detrás de esa coraza que tan bien sabía usar. Pero entonces, su voz tembló levemente cuando me pidió:

—Bésame.

Me quedé en silencio unos segundos, no porque dudara, sino porque su petición me conmovió de tal forma que quise grabar ese instante en mi memoria para siempre. Ella no era de las que pedían besos. No era de las que se dejaban arrastrar por impulsos románticos. Pero ahí estaba... pidiéndomelo a mí, a su Sovieshu, como si en ese gesto se jugara algo que ni ella misma entendía del todo.

La miré. Me acerqué con lentitud. Coloqué una mano en su cintura y la otra en su mejilla. Y entonces la besé.

La besé con la delicadeza con la que se besa por primera vez

La besé con la delicadeza con la que se besa por primera vez. Sin prisas. Sin reservas. Mis labios se posaron sobre los suyos como si hubieran estado esperando ese momento desde el principio de los tiempos. El mundo desapareció. No existía la luna. No existían los reyes de Occidente, ni los tratados, ni los pasillos del palacio. Solo ella. Solo nosotros. Su aroma, una mezcla tenue de magnolias y tinta. Su sabor, dulce y familiar. Su respiración contenida, temblorosa, como si ese beso la hubiera desarmado por completo.

Cuando nos separamos, no supe cuánto tiempo había pasado. Solo sabía que la tenía aún entre mis brazos, que su pecho subía y bajaba como el mío, y que sus ojos ya no tenían dudas, aunque su voz se llenó de sorpresa cuando me escuchó hablar.

—Navier... —susurré, con un tono que rozaba la súplica—. Déjame dormir contigo esta noche.

Lo pedí sin vergüenza. Sin intención de tomar nada más que su compañía. Lo pedí como quien sabe que el mundo podría derrumbarse mañana, pero al menos esta noche, necesitaba estar a su lado.

Ella me miró. Hubo un instante de silencio que me pareció eterno. Su expresión se tornó pensativa. Sus labios entreabiertos parecían buscar palabras. Pero al final, no hizo falta que dijera nada.

Simplemente asintió.

Y yo sentí que el mundo —mi mundo— volvía a tener sentido.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.