Las columnas de piedra del ala norte proyectaban sombras largas sobre el empedrado, y el aire comenzaba a oler a humedad y encierro. Kosair caminaba con paso firme junto a Ergi, quien, pese a sus apenas quince años, se desplazaba como si fuera un noble veterano de la corte. Tenía el mentón alzado, el andar digno, y los ojos —casi siempre afilados— brillaban con una mezcla de fastidio e inteligencia calculadora.
—No puedo creer lo idiota que ha sido Henrey —gruñó Ergi, ajustando el broche de su capa con gesto irritable—. ¿Cómo se deja secuestrar en su propio palacio? Es patético.
Kosair ladeó una ceja. Había aprendido en estas últimas horas que, con Ergi, había que escuchar más allá de lo que decía. El chico tenía una lengua afilada, pero la usaba para defender cosas que rara vez admitía en voz alta.
—Tiene solo catorce años —murmuró Kosair—. Como tú.
—Y sin embargo, yo no desaparezco como un conejo asustado —replicó Ergi de inmediato, con una sonrisa cargada de desdén—. ¿Te imaginas que alguien lograra entrar al palacio de Bluhovan y me raptara? No durarían ni dos pasillos. Mi padre los haría trizas antes de que tocaran las puertas.
Kosair soltó un resoplido. No sabía si aquel sentido del honor era admirable... o un fastidio. Pero al menos el chico estaba comprometido con su búsqueda. Y eso era más de lo que podía decir de la mayoría de los guardias occidentales que se cruzaban en su camino.
Se detuvieron frente a la Torre Roja.
Una estructura intimidante, más antigua que la misma monarquía de Occidente. Se alzaba como un dedo acusador contra el cielo soleado, con sus piedras de un rojo opaco, ennegrecidas por los siglos. Ahí encerraban a criminales temibles... o, según se decía en los rincones oscuros del palacio, a nobles y plebeyos que incomodaban a la corona.
Dos guardias custodiaban la entrada principal. Uno de ellos, al ver a Kosair y Ergi acercarse, alzó una mano de advertencia.
—Este sector está prohibido para visitantes —espetó con severidad—. Les recomiendo retirarse.
Kosair dio un paso adelante, su capa ondeando con fuerza tras él.
—Estamos buscando al príncipe Henrey. Si hay alguna posibilidad de que esté aquí, debemos comprobarlo.
El guardia bufó, alzando el mentón como si tuviera algo más que músculo en su cráneo.
—Si el príncipe estuviera aquí, ya lo habríamos encontrado.
El tono prepotente del guardia fue la gota que colmó la paciencia de Kosair. Se le tensaron los hombros y su mano rozó por inercia la empuñadura de su espada.
—Maldita sea... —murmuró entre dientes, dispuesto a soltar toda la furia imperial.
Pero Ergi se adelantó con sorprendente serenidad. Sonrió, encantador.
—Está bien —interrumpió con ligereza, como si el asunto no tuviera importancia—. Nos retiramos.
Kosair lo miró como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar. Pero Ergi ya había dado media vuelta, caminando con las manos cruzadas a la espalda.
Kosair lo siguió, malhumorado. Cuando se alejaron lo suficiente de los guardias, Kosair masculló una maldición.
—¿Cómo demonios puede perderse un príncipe bajo la mirada de tantos soldados? ¿Qué clase de guardia real es esa? Son tan útiles como una flauta rota en una tormenta.
—No lo sé —murmuró Ergi, con una sonrisa apenas perceptible—. Pero... ¿sabes? Esto no me parece una desgracia.
Kosair frunció el ceño.
—¿Cómo que no?
—Parece más una oportunidad —explicó Ergi con un tono tranquilo, como quien habla del clima—. Una muy conveniente.
Kosair se giró hacia él, intrigado.
—¿Qué estás insinuando?
El joven alzó una ceja y detuvo el paso. Miró al cielo, como si buscara en las nubes la manera más sutil de expresarse.
—Piensa, Kosair. Se firma un tratado de paz entre Oriente y Occidente... y justo después, desaparece el hijo del rey. El príncipe heredero alternativo. El mismo que apoyo al Imperio "contrario" el heredero que se ganó, no solo a su corte, si no también a la corte Occidental.
Kosair entrecerró los ojos.
—Eso suena a sabotaje.
—Eso suena a Warton III—murmuró Ergi, sin siquiera molestarse en disimular su desprecio—. ¿Quién gana más si Henrey desaparece? Solo basta con sembrar la semilla de la duda y el tratado será una mancha en la corona.
El silencio cayó entre ambos como un peso de plomo.
Kosair analizó las palabras. Y entendió la indirecta.
—Pero si fue alguien de la familia real... ¿Qué sentido tiene? Si se descubre, quedarán como un hazmerreír ante todos los reinos.
Ergi se encogió de hombros con naturalidad.
—Si. Pero... ¿desde cuándo Warton III ha sido el más brillante de los nobles? —Soltó una risa seca—. Será rey sólo porque la ley lo ordena, por ser el sucesor de la corona. No porque tenga el carácter o el intelecto para sentarse en el trono.
Kosair lo observó con atención. Aunque Ergi lanzaba críticas duras hacia ambos hermanos, había una clara diferencia en su tono. Despreciaba a Warton III. Pero Henrey... a Henrey lo estimaba. Quizá no lo admitiría jamás en voz alta, pero su molestia era preocupación disfrazada.
—¿Y tú qué harías si supieras que fue Warton III? —preguntó Kosair en voz baja.
Ergi lo miró de reojo.
—Eso depende —susurró con una sonrisa enigmática—. ¿La corona Occidental me respaldaría?
Kosair sostuvo su mirada. No respondió. Pero su silencio tenía más fuerza que cualquier promesa.