El Retorno del Emperador

68.-Era malditamente hermosa

[.SOVIESHU.]

Habíamos regresado del pueblo hace apenas unos minutos. Caminé junto a Karl por el corredor norte, pasando bajo los arcos de piedra tallada, cuyos grabados dorados reflejaban la luz del atardecer como si ardieran. Mis botas resonaban con firmeza contra el mármol pulido, mientras mi mente seguía encallada en las calles abarrotadas, las tabernas mal iluminadas, los mostradores de tiendas viejas que habíamos revisado una por una... buscando rastros de un príncipe que parecía haberse desvanecido del mundo.

—Nada —murmuré, deteniéndome un instante frente a uno de los ventanales—. Es como si se lo hubiese tragado la tierra.

Karl asintió en silencio, su semblante era serio, con esa forma tan suya de no añadir una palabra de más cuando no había necesidad. Ya llevábamos horas fuera, y el banquete comenzaría pronto. Yo quería regresar. No por la cena, ni por la música, ni por los nobles sonrientes fingiendo interés... sino porque no deseaba dejar a Navier sola más tiempo del necesario.

Cada minuto que pasaba, cada silencio cargado de incertidumbre, me empujaba más hacia ella. Necesitaba verla. Estar cerca. Asegurarme de que seguía aquí, conmigo.

Cuando cruzamos el arco de entrada al ala principal del palacio, Karl frenó en seco. Ladeó la cabeza y entrecerró los ojos, como si algo le hubiese llamado la atención a lo lejos.

—Parece que Kosair ha encontrado algo —comentó, en voz baja pero tensa—. Y no precisamente lo que estaba buscando.

Seguí su mirada, entrecerrando los ojos por el reflejo del sol poniente que se colaba entre los pilares.

Y entonces la vi.

Mi pecho se endureció, y un silencio extraño pareció envolver el mundo por unos segundos.

Lysandra D'Orsay... no. Zerpanya Vaelcourt.

Estaba allí, de pie junto a Kosair, conversando con una calma casi ensayada. Vestía un vestido azul marino que realzaba la pálida perfección de su piel, y sus ojos, azules y profundos, brillaban con esa mirada que parecía ver a través de los hombres. Su cabello negro caía como un velo de noche sobre sus hombros, y sonreía. Sonreía como si nada de lo que ocurría a su alrededor tuviera importancia. Como si supiera exactamente qué iba a pasar a continuación.

Karl chasqueó la lengua y se volvió hacia mí con expresión inquisitiva.

—¿Quién es esa mujer? —inquirió con el tono cortés, pero cargado de curiosidad, de quien ha empezado a armar un rompecabezas nuevo—. ¿La conocías verdad?

Tardé un segundo en responder. Mi mente volvió, sin permiso, a ese día. Al charco de sangre. A sus ojos azules. A la voz de Zerpanya hablándome de una promesa en el tiempo y la sangre de mis fieles hombres...

—De niños —respondí finalmente, forzando una sonrisa que se sintió como una daga en mi mejilla.

Karl me miró como si acabara de decir que los dragones usaban sombreros. Frunció el ceño, ladeó ligeramente la cabeza y enarcó una ceja. El gesto era tan obvio que me hizo suspirar.

—¿De niños? —repitió, incrédulo—. Con respeto, Alteza... pero usted de niño no salía del palacio ni para ver la luz del día.

Lo observé con detenimiento. Su incredulidad no era un acto de rebeldía, sino de alguien que me conocía demasiado bien.

—La conocí... de la forma en que uno conoce a alguien por obligación —admití finalmente, dejando escapar un suspiro lento—. Y no hay nada de lo que estás pensando, Karl. Absolutamente nada.

Él alzó ambas manos, con una sonrisa suave y neutral.

—Yo no estaba insinuando nada, Alteza —expresó con aire tranquilizador, aunque su mirada decía otra cosa—. Solo preguntaba por curiosidad. Su... presencia es intrigante, eso es todo.

Volví a mirar a Zerpanya una última vez antes de cruzar la puerta. Aún hablaba con Kosair. Su sonrisa era la misma de aquella noche en el campo de batalla, cuando me ofreció el camino imposible a cambio de mi alma. Me estremecí. No por miedo. Sino porque no sabía si debía mantenerla cerca... o lejos.

El resto del camino lo hicimos en silencio. Al llegar a mi habitación, Karl me dejó solo, como de costumbre, sabiendo que yo prefería la privacidad cuando me preparaba para los eventos importantes.

Me cambié con lentitud. El traje de gala oriental estaba perfectamente planchado, bordado en hilo dorado con el emblema del dragón alado en la espalda.

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Ajusté los gemelos, repasé mi reflejo en el espejo, y me paré frente al ventanal con las manos entrelazadas, esperando el momento adecuado para ir a buscar a Navier. La idea de entrar juntos al salón, como lo habíamos hecho otras veces... como si todo estuviera en su lugar, aún me daba una calma amarga.

Pero no podía dejar de pensar en ella.

Zerpanya. ¿Quién era realmente?

Ahora se hacía llamar Lysandra D'Orsay. Que, según los registros vocales de la reina, era su sobrina. Todo un disfraz elaborado. Pero lo que no entendía era cómo había reaparecido ahora. ¿Por qué usar ese nombre? ¿Por qué acercarse a Kosair? ¿Qué sabía? ¿Quién era?

Ella conocía las mentiras que yo había dicho a la corte occidental. Sabía que Henrey sería el futuro rey. Sabía que Warton III estaba al borde de la muerte. Sabía que Navier no me amaba, aunque el mundo entero creyera lo contrario.

Se movía en este juego como si lo hubiese creado.

Apreté los puños.

A este punto, no sabía si debía mantenerla cerca... como una aliada impredecible. O alejarla del Imperio de Oriente antes de que desenterrara todo lo que tanto me había esforzado por enterrar.




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