[.HENREY.]
Las luces del salón resplandecían con una calidez festiva, pero para mí, todo se sentía lejano, ajeno. La música fluía con elegancia desde la orquesta ubicada al fondo, los violines y el piano llenaban el aire de una armonía suave, perfecta... demasiado perfecta. Me encontraba sentado junto a Mackenna, al borde de uno de los balcones interiores del gran salón donde se celebraba mi fiesta de cumpleaños. Rodeado de nobles, copas doradas y risas que no lograban colarse en mi pecho.
Delante de nosotros, cerca de la gran mesa de dulces, Ergi conversaba —o más bien coqueteaba— con un grupo de doncellas que no dejaban de reír ante cada ocurrencia suya. Algunas eran un par de años mayores que él, otras más jóvenes, pero Ergi parecía no preocuparse por esos detalles. Su encanto era una red y él no dudaba en lanzarla, sin importar a quién atrapara.
Yo intentaba fingir que estaba bien. Tenía que hacerlo. Era mi cumpleaños, después de todo. La fiesta era por mí. Pero por dentro... por dentro seguía roto. Las heridas que me había dejado mi propio hermano no estaban solo en el cuerpo; estaban mucho más profundas. En mis ideales. En mi dignidad. En lo poco que quedaba de la admiración que alguna vez le tuve.
—¿Cómo estás, Henrey? —me preguntó Mackenna con voz queda, mientras sus ojos recorrían el salón como si vigilara que nadie escuchara.
Parpadeé. Una lágrima, silenciosa, tibia, se había formado sin que me diera cuenta. La limpié rápidamente con el dorso de la mano, sin mirarlo.
—Estoy bien —mentí con una sonrisa débil.
Mackenna me observó con atención. Su mirada era una mezcla de comprensión y dolor contenido. Entonces colocó una mano sobre mi hombro, firme y cálida.
—Tienes que hablar con tu padre —me sugirió con suavidad—. Debes contarle lo que pasó, Henrey. No puedes cargar con esto solo.
Negué de inmediato, bajando la mirada hacia la copa que sostenía entre mis dedos. El líquido ámbar se agitaba con cada pensamiento que me cruzaba.
—No —rechacé con voz baja—. Si esto se hace público, el tratado de paz podría colapsar. Mi padre se volvería loco... Y sinceramente, no sé hasta qué punto estaría dispuesto a ignorar una traición dentro de su propio linaje. No ahora. No mientras hay tanto en juego.
Respiré hondo. Sentía el pecho apretado.
—De hecho —añadí, con un tono más firme— estoy más convencido que nunca. Quiero irme a Oriente. Al menos por un tiempo.
Vi cómo Mackenna se tensaba un poco a mi lado, pero no dijo nada de inmediato. Solo me miró, esperando más.
Lo miré de nuevo. Su rostro seguía sereno, pero su ceja levantada lo delataba.
—Quiero que vengas conmigo —solté, directo.
Sus ojos se abrieron como platos, y su boca se quedó entreabierta. Su rostro era un poema de sorpresa, confusión y un poco de indignación.
—¿Estás hablando en serio? —soltó al fin, con el ceño fruncido— ¿Irme a otro imperio así como así?
—Sovieshu es alguien en quien confío —aseguré con seriedad—. Y si le contamos nuestro secreto... si sabe que tú y yo podemos transformarnos en aves, no solo nos dará matrícula en su escuela de magia, Mack... también nos ofrecerá asilo diplomático. Estoy seguro.
Mackenna bajó la mirada, pensativo, haciendo girar su copa con lentitud. Los sonidos de la fiesta seguían rodeándonos, los bailes, los aplausos, las carcajadas fingidas. Pero entre nosotros dos, solo había silencio.
—Será raro —admitió al fin—. Vivir en otro lugar. En otro hogar. Otra corte. Otro hermano...
Me encogí de hombros, suspirando con una pequeña sonrisa.
—Cualquier sitio donde te sientas sano y salvo puede ser un hogar —murmuré—. Aquí no lo soy. No después de lo que pasó.
En ese momento, Ergi regresó del campo de batalla amoroso con una sonrisa burlona y aire despreocupado. Se dejó caer junto a nosotros, con el abrigo ligeramente desajustado y el cabello dorado aún más revuelto que antes.
—¿Ninguna de esas logró atraparte? —le preguntó Mackenna, divertido.
Ergi soltó una risilla seca y se estiró como si hubiera corrido una maratón.
—Pfff. No son tan guapas como creía. Algunas siguen hablando como niñas tontas que sueñan con un esposo que las saque de su casa. —Rodó los ojos—. ¿Te imaginas? Ni siquiera se dan cuenta de que pueden irse cuando quieran.
Sonreí. Por primera vez en toda la noche, sonreí de verdad. No por lo que había dicho, sino porque la forma en que lo decía... era tan absurdamente Ergi que me obligó a salir por un segundo de mi mundo derrumbado.
En ese instante, mis ojos se detuvieron en Sovieshu y Navier. Estaban al otro lado del salón, hablando juntos en un rincón con una cercanía casi íntima. No era romántica, o no exactamente. Era una conexión que desbordaba confianza, entendimiento... destino, incluso.
Los observé en silencio, largo rato. Pensé en lo que serían algún día. Los futuros emperadores de Oriente. Y en lo que significaría, verdaderamente, tener su confianza.
Ya no era solo esa atracción que alguna vez sentí hacia Navier. No. Era mucho más profundo que eso. Era la sensación de ver a alguien que podría ser mi verdadera familia. Era la manera en que Sovieshu me escuchaba, cómo me respetaba sin apenas conocerme, cómo defendía el tratado... cómo lo hacía por ella. Por Navier. Por su imperio. Por su palabra.
No lo sabía con certeza, pero sentía —en lo más profundo de mí— que si caminaba junto a ellos... podía volver a ser alguien entero. Un príncipe. Un mago. Un Ave. Un Hombre... Y, quizás algún día, alguien verdaderamente libre.