[.HENREY.]
Jamás olvidaré ese momento. Aún con la música flotando entre los candelabros y los pasos de los nobles resonando suavemente sobre el mármol, me sentí como si el mundo se hubiese detenido por un instante.
Sovieshu me había abrazado frente a todos.
Y me había llamado "hermano menor".
No sabía qué hacer con esas palabras.
Me golpearon en el pecho con más fuerza que cualquier entrenamiento de espada o conjuro mal ejecutado. Era algo que había deseado sin siquiera saber que lo deseaba.
En ese instante, recordé cómo Warton me había mirado esa mañana, con esa mezcla de desprecio y repulsión disfrazadas de corrección paternal. Me dolía todavía. Me dolía tanto que, si me concentraba, podía sentir ese silencio en el que me dejó hundido durante horas.
Y entonces llegó Sovieshu. Con un solo gesto. Con una sola palabra. Y lo cambió todo.
Me quedé ahí, parado como un idiota, mudo, con la boca entreabierta y el corazón latiendo en mis oídos. Él ya se había alejado unos pasos, rodeado de nobles que lo observaban como si fuera el sol mismo en aquella sala llena de lunas. Pero yo me quedé inmóvil, intentando procesar... sintiendo el pecho encogerse de una forma nueva.
Un grupo de aristócratas comenzó a acercarse a mí.
—Príncipe Henrey, mis felicitaciones —comentó un conde de barba espesa y traje verde oliva, que olía fuertemente a clavo de olor.
—Su Alteza, permítame desearle un año colmado de sabiduría y fortaleza —añadió una baronesa bajita, con un vestido azul demasiado apretado para su cuerpo.
Los saludos se volvieron una corriente interminable. Rostros que no reconocía, títulos que no recordaba, felicitaciones que sonaban todas iguales. No podía ni forzar una sonrisa.
—Gracias —murmuré apenas, sin mirar a nadie a los ojos. Lo único que quería era sentarme. O desaparecer.
Y entonces, una mano se posó en mi hombro. No fue brusca. Tampoco suave. Fue firme, como quien ofrece un ancla.
—Henrey —habló Sovieshu con tono sereno, pero cargado de esa autoridad natural que tenía—, sé que estas cosas pueden resultar... tediosas, pero son necesarias.
Giré apenas la cabeza hacia él. Sus ojos me observaron con una mezcla de complicidad y paciencia.
—Agradecer a quienes te rodean no es sólo cortesía. Es un escudo. Cuanto más te ven, más te recuerdan. Y cuanto más te recuerdan, menos probable es que se atrevan a subestimarte.
Tragué saliva. No lo había pensado así.
—Está bien —respondí finalmente, articulando cada palabra con esfuerzo—. Haré mi mejor intento.
—Y eso será más que suficiente —me animó con una leve inclinación de cabeza.
Así que me giré hacia los nobles, uno a uno, esta vez con algo más de intención.
—Agradezco sinceramente su presencia —pronuncié, con una sonrisa que logré mantener, aunque aún forzada—. Me honra contar con su apoyo.
Cuando por fin cesaron las felicitaciones, Navier se aproximó con la gracia de una reina nacida para ello. Sovieshu le ofreció el brazo y luego a mí una sonrisa cómplice.
—Ven —propuso—. Te escoltaremos a tu mesa. Ya tu pastel nos mira con nostalgia.
—¿Mi mesa...? —repetí, algo desconcertado, hasta que vi la dirección hacia la que apuntaba su mirada.
Allí estaban Mackenna y Ergi, riéndose de algo que sólo ellos sabían, mientras mordisqueaban los bordes de sus servilletas como si fueran enemigos de guerra. Caminamos hacia ellos y, en cuanto nos acercamos, Ergi alzó la mirada con su sonrisa traviesa habitual. Esa sonrisa que nunca sabía si era un cumplido, una burla o las dos cosas.
—Lady Navier... —dijo, poniéndose de pie con exagerada reverencia— he de decirle que luce tan espléndida esta noche, que me he visto obligado a parpadear al menos tres veces para no quedar ciego.
Navier lo miró con una elegancia helada y una sonrisa controlada, perfectamente calculada.
—Agradezco el gesto, Lord Ergi —respondió con un tono que destilaba cortesía medida—. Y también agradezco tu prudencia visual.
Ergi soltó una risa breve, y Mackenna trató de ocultar la suya detrás de su copa.
Cuando tomé asiento, me incliné hacia Sovieshu, aún sintiendo el nudo en la garganta de antes.
—Gracias —le solté al fin, sin rodeos.
Él levantó una ceja, como si no comprendiera.
—¿Por qué me agradeces?
—Sé que tú y tu guardia Imperial ayudaron a buscarme —expliqué—. Cuando desaparecí... Nadie me lo dijo directamente, pero lo supe.
Sovieshu desvió la mirada hacia Warton, mi hermano, la giró con lentitud, y murmuró:
—Sí... participé. Pero no fui yo quien te encontró. Fue Kosair.
Me quedé un segundo en silencio. Iba a decir algo, pero él añadió con una media sonrisa que tenía más de advertencia que de broma:
—Y mejor no le agradezcas a Kosair. Él sí se cobra los favores. Con intereses. Y a veces... en especies.
Reí, por primera vez en la noche, sin pensarlo. No porque fuera gracioso. Sino porque era real. Porque necesitaba reír.
En ese momento, se aproximó un hombre de mediana edad, con barba perfectamente recortada, la espalda recta y una expresión casi demasiado correcta. Lo reconocí al instante. El duque Zemensia. Y a su lado, su hija.