La noche cayó sobre el Reino de Occidente como una maldición pesada, espesa, que cubría todo con un manto de tensión, miedo y rabia contenida. La fiesta por el cumpleaños del joven príncipe Henrey había sido cancelada tan rápido como una vela al viento. Las luces, que horas antes daban vida a los jardines del palacio, se extinguieron una a una, como si con ello intentaran borrar lo sucedido... pero el horror no podía deshacerse tan fácilmente.
En la oficina del Rey Warton III...
—¡¿Cómo te atreves a alzar la voz en mi presencia después de lo que hiciste?! —bramó el rey, su puño golpeando la mesa de roble con una fuerza que hizo vibrar las copas de licor aún intactas sobre el escritorio.
Warton II, con el rostro tenso y los ojos encendidos por una mezcla de furia y frustración, apuntó con el dedo a su hermano menor.
—¡Él lo provocó todo! ¡Se lo tenía merecido por confiar ciegamente en los orientales! ¡Por venderse a ellos como una ramera imperial!
Henrey, jadeando, con el rostro pálido y las manos temblorosas, retrocedió un paso. Llevaba horas conteniéndose, pero ya no más.
—¡Tú me secuestraste! —le gritó, con una voz que no había usado nunca antes, una voz rasgada por el trauma y la indignación— ¡Tú y tus hombres me amarraron como a un animal y me golpeaste! ¡Me pusiste un saco en la cabeza y me trataste como a un traidor, cuando todo lo que hice fue respetar los valores que tú olvidaste! Eres un maldito cobarde Warton, tanto que ni siquiera te enfrentaste a Sovieshu porque sabes que es mejor que tu, y por eso arremetiste contra mi. No mereces el Trono.
Warton II soltó una carcajada amarga, casi desquiciada.
—¿Respetar? ¿Tú? ¿A ti te manipulan con una sonrisa y un baile! Te arrastras por un par de palabras bonitas. Ni siquiera ves que esos orientales solo buscan aprovecharse de ti.
—¡Tú casi matas al heredero del Imperio de Oriente! —gritó Henrey, señalándolo ahora él— ¡¿Cómo te atreves a decir que yo soy el estúpido?! ¡Lo acuchillaron delante de todos, después de que tú planeaste mi secuestro! ¡Eres capaz de todo! Eres una maldita rata cobarde, te faltan pantalones para dar la cara por tus actos.
—¡Eso no es cierto! —espetó Warton II, entre dientes— Yo no ordené eso. No sé quién lo hizo, ¡pero yo no tuve nada que ver!
Warton III no había dicho palabra en varios minutos. Lo había visto todo, escuchado cada acusación y cada defensa. Su mandíbula estaba rígida, su mirada perdida en la lámpara encendida sobre su escritorio. Finalmente alzó la vista, cansado. Roto.
—Dime, Warton... —musitó con una voz baja, rota, dirigida al mayor de sus hijos— ¿De verdad crees que tengo dudas de que seas capaz de algo así? ¿Después de lo que le hiciste a tu propio hermano?
El silencio que se hizo tras esa pregunta fue más estruendoso que cualquier grito.
En una taberna, al otro lado de la ciudad...
La niebla y el hedor a cerveza agria flotaban en el ambiente. Las voces de los hombres borrachos llenaban el lugar, pero en una esquina oscura de la taberna, el silencio era más denso que el humo del cigarro.
Ergi dejó caer un pequeño saco de monedas de oro sobre la mesa, el sonido metálico de las piezas brilló incluso en la penumbra.
—Tu paga —pronunció con frialdad—. Por el trabajo bien hecho.
El hombre al otro lado de la mesa tenía las uñas sucias, una cicatriz sobre la ceja izquierda y los ojos de alguien que había matado más veces de las que había dormido tranquilo.
—¿Está vivo? —preguntó con una sonrisa torcida, tocando las monedas con codicia.
Ergi lo miró con indiferencia, como si la pregunta le importara tan poco como la respuesta.
—Vivirá —contestó sin emoción—. Y no digas nada de esto. A nadie. Ni siquiera a tu sombra.
El hombre soltó una risa ronca, bebió un sorbo de su jarra y murmuró con una mirada que Ergi no logró descifrar:
—No sé de qué habla, señor.
Ergi entendió el mensaje. Lo aceptó. Pero cuando estaba por girarse, la voz del asesino volvió a sonar, casi como un susurro:
—Ese noble... ese futuro emperador... si muere, no será la primera vez.
Ergi frunció el ceño. No respondió. Pensó que estaba ebrio, desvariando como tantos otros. Mackenna, encapuchado y silencioso a su lado, lo empujó ligeramente para salir. Ninguno de los dos miró atrás.
En el palacio de Occidente, fuera de la habitación de Sovieshu...
La tensión se podía cortar con un cuchillo. La reina de Occidente se mantenía en pie con la espalda recta, los labios apretados y los ojos húmedos. Kosair estaba de brazos cruzados, mirando fijamente el suelo, como si en sus baldosas pudiera hallar alguna respuesta. Karl, con el rostro cubierto de sudor y el ceño fruncido, se mordía el labio cada vez que alguien tosía dentro de la habitación.
Y Navier... Navier estaba allí, con los dedos entrelazados, la frente pegada a la pared como si necesitara sostenerse del mundo para no colapsar.
El tiempo pasaba, y con él, su corazón iba haciéndose más y más pequeño. No escuchaba las voces de los demás. Solo escuchaba su culpa. Su angustia. El eco constante de aquel momento en que lo vio caer.
Finalmente, la puerta se abrió.
El médico del palacio, un hombre alto, canoso, con manchas de sangre aún en las mangas de su bata, salió despacio. Se detuvo frente a todos, pero sus ojos se clavaron en los de Navier.
Ella dio un paso adelante.
—¿Y bien? —susurró, aunque su voz fue un grito interno de desesperación.
El médico tragó saliva. El silencio que precedió a su respuesta fue eterno.
Navier no escuchó palabras. Solo vio su rostro. Solo leyó en su mirada todo lo que deseaba no haber tenido que entender nunca.
Y entonces...
...deseó volver el tiempo atrás.
...deseó haberlo cuidado mejor.
...deseó no haberlo dejado solo esa noche.
Pero era demasiado tarde.
O tal vez no.