[.HENREY.]
Había empezado a sudar apenas subí el primer baúl al carruaje. El sol de la capital oriental caía con esa fuerza pesada y dorada que hacía brillar los techos de Wilwol como si estuvieran cubiertos de escamas de cobre. El aire olía a jazmines y magia, una mezcla embriagadora que me había acompañado desde el primer día en la Escuela. Sin embargo, hoy no tenía cabeza para la nostalgia.
Llevábamos toda la mañana preparando el equipaje. El carruaje imperial que Navier había enviado para recogernos relucía a un costado de la explanada, con los estandartes de Oriente ondeando con la elegancia silenciosa que siempre imponían respeto. Sus ruedas de ébano y los emblemas dorados grabados en las puertas no dejaban lugar a dudas: era un vehículo para figuras de alto rango, no para simples estudiantes.
—¿Eso es todo? —preguntó Mackenna, mientras ajustaba la hebilla de su mochila de cuero—. ¿No llevas tus libros de alquimia?
—Los metí en el primer baúl —le respondí, secándome la frente con el dorso de la mano—. No pienso dejarme nada. Lady Navier ha tenido la amabilidad de invitarnos al palacio. No puedo llegar como si viniera de una granja.
Mackenna rió con suavidad y alzó su segundo baúl con una fuerza que no le habría adivinado en sus brazos delgados.
—No me sorprende —musitó, entre risas—. Cuando entraste por primera vez a la escuela, llevabas más maletas que un noble en exilio.
Estaba por contestarle, cuando lo vi detenerse en seco. Su expresión cambió. Primero frunció el ceño, luego entrecerró los ojos con intensidad, como si hubiese divisado algo imposible.
—¿Henrey...? —murmuró, sin dejar de mirar hacia el portón principal del recinto—. ¿Es él?
Me giré de inmediato, sin entender.
—¿Quién? —pregunté, antes de seguir su mirada.
Y entonces lo vi.
Venía caminando con pasos lentos pero decididos. A pesar del calor, llevaba una capa ligera, los hombros erguidos como si no llevara encima el peso de un reino. Warton III. Mi hermano.
Me detuve. Mi estómago se contrajo en un espasmo silencioso. A diferencia de Mackenna, no sentí sorpresa. Solo molestia. Era como si su sola presencia me hubiese recordado una espina clavada en el pecho que ya había aprendido a ignorar. En las pocas ocasiones que había regresado al palacio occidental durante este año, me había asegurado de evitarlo. Y ahora lo tenía delante. En Oriente. De todas las cosas.
Cuando estuvo lo bastante cerca, sonrió con una calidez que no me provocó nada más que desdén.
—Henrey —expresó con un tono que me pareció ridículamente nostálgico—. Hermano... por fin te encuentro.
Mantuve el rostro serio. Apenas un leve movimiento de ceja delataba lo poco que me agradaba aquella escena.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le solté, cruzándome de brazos sin molestia en ocultar el tono gélido.
Se detuvo a dos pasos de mí y me abrazo, me abrazo como si hace un año no me hubiera secuestrado en nuestro propio palacio y me hubiera golpeado. Su expresión se quebró apenas un poco, como si mis palabras lo hubiesen herido más de lo que debería. Sus labios se curvaron en una línea tensa, y bajó ligeramente la mirada.
—He venido porque necesitaba hablar contigo —balbuceó, con voz temblorosa—. Hay cosas que... que ya no puedo seguir guardando, y no podía esperar a que volvieras a Occidente.
Solté una risita sarcástica, sacudiendo la cabeza mientras me giraba para cerrar el baúl que acababa de subir.
—¿Hablar conmigo? —repetí con burla—. ¿Y por qué habría de interesarme algo de lo que tienes que decir? Justo ahora me dirijo al palacio de Oriente. Tengo cosas más importantes que hacer, que escuchar excusas de tu parte.
—No son excusas —replicó con urgencia, dando un paso hacia mí—. Henrey, se trata de papá y mamá.
Aquello me detuvo. Me giré lentamente, con el ceño fruncido.
—¿Qué pasa con ellos?
Warton tragó saliva. Su voz se volvió más baja, casi un susurro que cargaba un peso que no quise reconocer enseguida.
—Están en cama, los dos... muy enfermos. Volvieron hace unas semanas del viaje al reino de Luipt. Fueron en barco. Pero... toda la embarcación enfermó. Algunos cayeron durante la travesía. Muchos más apenas tocaron tierra. Y nuestros padres... apenas están resistiendo.
Me costó un segundo entender lo que estaba diciendo. Mi mente se negó a procesar las palabras. La imagen de mi madre, con sus manos suaves y su voz siempre templada, postrada en cama. De mi padre, fuerte como un roble, doblegado por una fiebre. No. No podía imaginarlo.
—¿Por qué no me avisaron antes? —reclamé con dureza, aunque la voz me salió rota—. ¿Acaso pensaron que no me importaría?
—Henrey... —suplicó, alzando una mano hacia mí—. Papá te llamó en sus delirios. Mamá pregunta por ti todos los días. Viniste solo tres veces este año y ni siquiera hablaste conmigo. Te alejaste. Yo... yo sé que lo merezco. Sé que fui un mal hermano. Pero ellos no. Ellos no te fallaron.
Me apreté el pecho. Sentí una punzada en el alma. Como si alguien hubiese colocado una piedra helada justo en el centro del corazón.