[.HENREY.]
Había llegado al palacio de Occidente apenas unos minutos atrás, cubierto aún con las gotas de lluvia de mi vuelo. Me transformé en cuanto atravesé el umbral del ala norte y, como de costumbre, terminé de rodillas sobre el suelo de mármol, con la respiración entrecortada y el cuerpo desnudo, temblando por el repentino cambio de temperatura.
El aire del palacio olía a incienso de lavanda y a tierra húmeda, lo que me hizo pensar que alguien había abierto las ventanas esa mañana para ventilar las habitaciones. Me puse en pie, aún tambaleante, y avancé a zancadas largas hasta mi dormitorio. Abrí el armario de un tirón y comencé a vestirme con manos torpes, urgido por la ansiedad de ver a mis padres, pero sin querer parecer descuidado. Elegí una camisa de lino blanco con bordes plateados y un abrigo largo de terciopelo azul oscuro, uno que mamá siempre decía que me hacía ver más alto, y más maduro.
El sol entraba por los ventanales y se reflejaba en el marco dorado del espejo. Durante unos segundos, no pude evitar quedarme mirando mi rostro. Había cambiado. No mucho... pero lo suficiente. Las sombras bajo mis ojos eran más pronunciadas, y ya no había tanto brillo en mi sonrisa.
Abrí la caja de joyas con manos temblorosas. Allí estaba, en su pequeño cojín de terciopelo verde, el anillo que Sovieshu me había regalado hacía un año exacto. El anillo de la llama verde.
Un anillo curativo. Un símbolo de sabiduría, sí... y también de poder, de esperanza, de responsabilidad. Me lo había entregado un día antes de irse a Oriente, después del incidente de mi cumpleaños, durante una tarde lluviosa. Él simplemente apareció, se paró junto a mí sin decir nada, y después de un rato me tendió esta joya con una sonrisa tranquila, diciéndome que la magia no se dominaba con prisa, sino con comprensión.
Sin pensarlo, me lo puse en el anular derecho. Sentí un calor sutil extenderse por mis dedos. No iba a usarlo como artefacto curativo, al menos no aún. Pero lo necesitaba. Necesitaba su simbolismo. Sabiduría. Coraje. Claridad.
Me levanté del tocador, tomé una bocanada de aire profundo y salí de la habitación, atravesando los pasillos que conocía de memoria desde la infancia. Las pinturas en las paredes, los ventanales altos, las columnas de mármol gris... todo parecía igual, pero en el fondo, yo sabía que nada lo era.
Mi vida había cambiado demasiado. Todo, desde el día que Sovieshu me prometió que me ayudaría a entrar a la academia de magia, hasta hoy. Él no solo cumplió su promesa. Él me protegió, me educó, me escuchó... Sovieshu se había convertido en algo más que un mentor. Más que un aliado. Lo veía más como un hermano mayor que al propio Warton, a quien apenas podía mirar sin sentir una punzada de dolor.
Cuando llegué frente a la gran puerta doble de la cámara real, cuatro guardias reales vestidos con capas negras y armaduras ligeras se encontraban firmes. Sus rostros se iluminaron al verme.
—Su Alteza Henrey —saludó uno de ellos, llevándose el puño al pecho con respeto—. Los Reyes lo esperaban.
Asentí sin poder hablar. Uno de los guardias empujó suavemente las puertas, que se abrieron con un susurro solemne.
Y entonces los vi.
Papá y mamá. Tendidos en la gran cama de ébano oscuro. Ambos con la piel pálida, demacrados, como si la enfermedad les hubiera robado años de vida en apenas unos días. Mi corazón se apretó de golpe. Sentí que mis piernas iban a fallar, pero no me detuve. Corrí hacia ellos sin pensar, dejando que el anillo brillara en mi mano, olvidando toda etiqueta, todo protocolo.
—¡Mamá! ¡Papá! —grité, con la voz rota por el temblor— ¡Estoy aquí! ¡Estoy con ustedes!
Me arrojé entre ambos, arrodillándome en la cama mientras los abrazaba con desesperación. Los cuerpos de mis padres estaban fríos, pero aún tibios en el centro. Estaban vivos. Estaban conmigo.
Mi madre, con un esfuerzo visible, levantó una de sus manos huesudas y la apoyó en mi mejilla. Tenía los labios resecos, pero aun así trató de sonreír.
—Mi pequeño... mi niño... —susurró, su voz casi inaudible.
Me aferré a su mano, sintiendo las lágrimas caer por mis mejillas sin poder detenerlas. Apoyé la frente contra su pecho.
—Estoy aquí, mamá... —balbuceé— Estoy aquí... no te muevas, por favor. No hables mucho... yo te cuidaré. No te preocupes por nada.
Papá apenas abrió los ojos, pero al reconocerme, supe que quería decirme algo. Me incliné hacia él, y con un hilillo de voz, murmuró:
—Henrey... has crecido... tanto...
Tragué saliva con dificultad. Mi pecho dolía. Dolía como si alguien me lo hubiese atravesado con una daga.
—Sov... Sovieshu vendrá pronto —murmuré, acariciando los dedos fríos de mi padre—. Él nos ayudará. Nos ha ayudado siempre. Lo hará de nuevo.
Ambos me miraron con ternura, y mamá alcanzó a decir, con esfuerzo:
—Tú eras lo único que necesitábamos para sentirnos mejor, Henrey...
—Te amo mamá, te amo papá —afirmé con un suspiro tembloroso—. Y los protegeré. Como ustedes me protegieron a mí... incluso cuando mi propio hermano...
No terminé la frase. Ellos sabían. Yo sabía. No necesitábamos decirlo. Aquello que había ocurrido en mi cumpleaños, cuando Warton me había secuestrado... Ese recuerdo seguía grabado como hierro candente en mi memoria. Y aun así, ellos me habían perdonado por haberlos dejado. Me habían abrazado con más amor que nunca cuando volví. No merecían estar así. No después de todo lo que habían hecho por mí.