El Retorno del Emperador

77.- Los héroes de plata.

[.SOVIESHU.]

La madrugada se deslizó sobre el campamento como un velo espeso y silencioso. Me desperté con el pecho agitado, el corazón latiendo como si hubiera estado corriendo en sueños. La tienda era apenas una silueta a mi alrededor. Afuera, el mundo dormía.

Me senté lentamente. Karl roncaba con una constancia irritante en la litera de al lado. Su respiración era profunda, segura, como si su conciencia estuviera completamente en paz. La mía no. Tenía la mente plagada de la imagen de esa niña... Rashta, acorralada entre el polvo y las sombras, con la piel cubierta de moretones y los ojos vacíos.

No pude seguir acostado. Me levanté sin hacer ruido, deslicé mi capa sobre los hombros y me calzé las botas conteniendo hasta el más mínimo crujido. Cuando abrí la entrada de la tienda, el frío de la madrugada me golpeó en la cara como una bofetada. El aire olía a tierra húmeda y humo viejo.

El campamento estaba en silencio. Las antorchas se consumían en los soportes, algunas convertidas ya en carbones anaranjados. Crucé con cuidado entre las tiendas. Uno de los centinelas dormía apoyado en su lanza. Habría tenido motivos para reprenderlo, pero agradecí su negligencia. No quería testigos.

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Me dirigí hacia los establos improvisados del campamento, y elegí el caballo de Kosair, era medio brusco pero rápido. Lo acaricié en el cuello.

—Tranquilo... solo será un paseo ilegal y potencialmente suicida —le susurré.

El caballo relinchó bajito, como si me entendiera y estuviera igual de resignado. Lo monté, giré con suavidad las riendas, y me alejé del campamento, dejando atrás el escudo de la responsabilidad imperial por unas horas.

El bosque era espeso y el camino apenas visible. Pero no necesitaba ver. Ya había memorizado la ruta hacia el palacete donde vi a Rashta. Sentía cada rama quebrarse bajo los cascos como una acusación moral: "¿A esta hora, su Alteza? ¿No tiene una nación que gobernar?"

Cuando llegué al borde del terreno del palacete, desmonté y até el caballo a un árbol escondido. Avancé entre arbustos, cada paso midiendo mi pulso. Me sentía como un niño escapándose por primera vez del palacio... pero con la urgente necesidad de hacer lo correcto.

Me agaché detrás de un seto espeso, y observé la silueta del edificio. No parecía tan imponente ahora. Más bien decadente, como una mansión que una vez tuvo gloria y ahora se alimentaba de dolor ajeno.

Entonces, una voz detrás de mí casi me arranca el alma del cuerpo. Casi me tragué la lengua del susto.

—¿Qué demonios estás buscando aquí?

La voz me atravesó como un rayo. Me giré bruscamente, y mi capa se enganchó en una rama. Forcejeé como un idiota hasta que por fin me liberé. Allí estaba Ergi, con el cabello revuelto y la expresión medio dormida.

—¡¿CÓMO DIABLOS ME ENCONTRASTE?! —susurré con furia, al borde de un infarto.

Él se encogió de hombros, tranquilo como si hubiéramos coincidido en la cocina del palacio.

—Estaba orinando. Cuando te vi montarte al caballo como una sombra trágica en la noche. Pensé que ibas a matar a alguien o... —me miró de arriba abajo— a visitar a alguna amante ilegal. Pero esto... —sonrió de lado— esto es más jugoso.

—Esto no es un maldito juego, Ergi —le advertí con voz contenida—. No estoy aquí por capricho.

—Ya, ya... Lo noto por tu cara de mártir y la capa agitada. Pero, ¿Qué estamos haciendo exactamente? ¿Asalto nocturno? ¿Secuestro? ¿Obra benéfica improvisada?

Suspiré. Me froté los ojos.

—Vi a una niña siendo maltratada. La de cabello plateado.

—¿La greñuda? —repitió, alzando ambas cejas—. ¿Esa chiquilla medio viva que vimos desde el camino? ¿No era una esclava?

—Probablemente lo sea —asentí—. Pero ningún niño merece vivir así Ergi. Nadie.

Se quedó callado un momento, luego murmuró con voz distinta, más grave:

—Tienes razón.

Se levantó de su escondite y se sacudió la capa.

—¿Qué haces ahora?

—Vamos a rescatarla, ¿no? Por eso estas aquí —me contestó como si eso fuera tan fácil como robar dulces.

—¿Sabes dónde puede estar?

—En estos palacetes decrépitos, los esclavos duermen en los establos. Yo una vez me escondí en uno, por eso lo sé... Larga historia.

—No, gracias. No quiero imaginarte durmiendo entre bosta —repliqué, aún desconcertado por su actitud tan... casual.

—Fue una gran aventura. También había una cabra. Muy agresiva. Pero volvamos a la misión.

Nos escabullimos hasta rodear el palacete. La humedad del césped se filtraba a través de mis botas, y el frío me calaba hasta los huesos. Finalmente, llegamos a los establos. El olor a moho, estiércol y heno viejo era asfixiante.

Y allí, en un rincón apenas iluminado por la luna, dormía Rashta.

Estaba hecha un ovillo en un catre de paja sucia. Su cuerpo parecía demasiado pequeño para su edad, y su cabello plateado caía sobre el rostro lleno de tierra. Tenía la piel pegada al hueso, como si el hambre le hubiera comido la infancia.

Mi estómago se encogió. Me agaché junto a ella, le toqué el hombro con suavidad. Murmuró algo incomprensible, pero no se despertó. La levanté con cuidado. No pesaba nada.

—¿Está viva?

—Sí. Solo duerme.

—Entonces, salgamos antes de que—

...CRAAACK...

Ergi chilló bajito. Una cola blanca se movía bajo su pie.




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