[.NAVIER.]
Había esperado este día con el corazón temblando en silencio durante más de nueve meses. Nueve meses sin ver su rostro, sin oír su voz en persona, sin sentir su mano sobre la mía. Estaba de pie en la entrada del palacio imperial de Occidente, con la espalda erguida y el alma hecha nudos. A mi derecha, los Emperadores de Occidente. A mi izquierda, Lysandra D'Orsay, elegante y serena como siempre, con ese aire de reina oscura que no necesitaba corona para dominar el ambiente.
A lo lejos, los tambores habían callado. Solo quedaba el murmullo de la multitud. Las calles estaban repletas de ciudadanos y nobles que se agolpaban a ambos lados del camino principal. Había flores colgando de los balcones, pañuelos agitados en alto, banderas imperiales danzando con la brisa. Algunos lloraban. Otros simplemente miraban hacia el horizonte con la fe de quien espera ver una leyenda con sus propios ojos.
Y entonces, los escuché.
Aplausos.
Primero distantes, luego creciendo como una ola viva que arrasaba con el silencio.
Volví mi rostro con lentitud. Mi pecho palpitó tan fuerte que sentí cómo el aliento se me escapaba.
Era él.
Sovieshu.
Venía cabalgando al frente de la Orden Imperial. Su caballo negro, de crines azabache, avanzaba con paso firme, solemne. Y sobre la montura... él.
Tenía puesto el uniforme negro de heredero imperial, bordado con hilos de oro y azul oscuro. Llevaba una capa corta sobre un solo hombro, sujeta con el broche de la familia imperial. La espada al cinto brillaba como si supiera que era digna solo de su dueño.
Pero más allá de su porte... era él.
Tan guapo. Tan elegante. Tan soberbio. Tan humano. Tan mío.
El cabello ligeramente más largo, los labios serios, la mirada firme como la de un comandante que había cruzado desiertos por su pueblo. A su paso, las jóvenes gritaban.
—¡Te amo, príncipe Sovieshu!
—¡Qué guapo estás!
—¡Eres un héroe!
Yo las miré de reojo. Sonreían con los ojos brillantes y los rostros arrebatados de emoción. Pero en mi mente solo pensé:
"Griten todo lo que quieran... él es mío."
A su derecha cabalgaba Kosair, de blanco impecable, irradiando autoridad. Encabezaba una división de la Orden Transnacional de Caballeros. Sus ojos eran fríos, concentrados, y su mandíbula firme como el acero de su espada. A su izquierda, algo más al fondo, venía Ergi de Claude, el representante de Bluhovan, con un uniforme azul marino y detalles dorados, luciendo más maduro, aunque seguía teniendo esa mirada astuta e irreverente.
Varias doncellas corrían hasta ellos para dejar pañuelos sobre sus botas, o incluso aventarlos al aire. A Ergi le llovieron más de una docena. Reí por dentro. Él parecía disfrutarlo, por supuesto.
Finalmente, cuando estuvieron frente a nosotros, los tres se detuvieron con un tirón suave de las riendas. Se alzaron firmes, radiantes. El Emperador de Occidente dio un paso al frente.
Alzó la voz con solemnidad, el pecho inflado de orgullo.
—Hoy damos la bienvenida no solo a héroes... sino a hombres que han puesto su vida al servicio de la paz. A quienes cabalgaron al corazón del conflicto, desarmaron la furia de los reinos, y devolvieron esperanza a un mundo que había olvidado cómo respirar. Sovieshu, hijo del Imperio de Oriente; Kosair, fuerza de la alianza; Ergi de Claude, noble de tierras sabias... Y Soldados del imperio como de la sombra, ante ustedes se inclina la corona imperial. No por deber, sino por admiración, por respeto. Hoy, los recibimos como lo que son: nuestra familia.
Los aplausos estallaron con furia. Las voces coreaban sus nombres, como si las montañas repitieran sus ecos.