El Retorno del Emperador

79.- ¿Te casarías conmigo?

[.NAVIER.]

La brisa era suave, perfumada con el dulzor de las gardenias que florecían en los macizos del pasillo occidental. Caminábamos juntos, Sovieshu y yo, por el sendero de mármol que llevaba hacia los jardines traseros. El sol se había ocultado hacía poco, y los faroles de cristal comenzaban a encenderse uno a uno como luciérnagas obedientes. El cielo estaba teñido de un azul profundo, punteado con las primeras estrellas de la noche.

Sovieshu caminaba a mi lado, y aunque no había dicho mucho, podía sentirlo tenso. Su respiración era medida, pero cada tanto sus dedos se apretaban levemente en mi mano. Había aprendido a leerlo como a un libro, incluso cuando intentaba ocultarse tras sus gestos suaves y elegantes.

—Navier... —rompió el silencio con voz baja, casi cautelosa—. ¿Sabes algo de la salud de mi padre?

Lo miré de inmediato. Su tono me hizo girar el rostro con atención. Observé su perfil bañado por la luz ámbar de las linternas y percibí en él una vulnerabilidad que pocas veces se permitía.

—Hace un par de días —le conté, con suavidad—, creímos que estaba desmejorando... Estaba callado, apagado, incluso los médicos parecían preocupados. Pero en cuanto supo que llegarías, que estabas bien... su ánimo mejoró. Se le notó de inmediato.

Él sonrió con ternura, pero también con un leve asombro que desnudaba algo más íntimo.

—Entonces... tal vez solo estaba preocupado por mí —murmuró, como si esa revelación le resultara demasiado sencilla y demasiado enorme al mismo tiempo.

Asentí. No necesité añadir nada. En ese gesto y en su sonrisa entreabierta, se concentraba una herida silenciosa que por fin comenzaba a cerrarse.

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Seguimos caminando en silencio un par de pasos más. Noté entonces que tomaba la delantera, guiándome con determinación hacia una parte del jardín que rara vez recorría. El sendero se volvía más angosto, enmarcado por setos recortados y rosales de invierno. Al fondo, lo vi.

Me detuve sin querer.

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Un invernadero de cristal.

Era... deslumbrante.

La estructura se elevaba como una joya gigante, con marcos de hierro ornamentado bañados en oro viejo, vitrales teñidos de azul marino y amatista, y faroles mágicos suspendidos en el aire, flotando como luceros atrapados. Había detalles en filigrana, gárgolas de mármol en miniatura que protegían las esquinas, y una cúpula central por la que se filtraba la luz lunar como si fuera un escenario celestial.

—¿Qué es esto...? —musité, atónita.

Recordaba haber visto la construcción desde la distancia en mis recorridos, pero jamás le presté atención. Supuse que sería algún proyecto del jardín imperial. Jamás imaginé...

—¿Es... tuyo?

Sovieshu me miró con una mezcla de nerviosismo y entusiasmo, como un niño que va a mostrar su mayor tesoro. Asintió con una sonrisa contenida, y sin decir más, abrió una de las grandes puertas de cristal para dejarme pasar primero.

Di un paso adentro, y mi aliento se escapó en un suspiro.

Era como entrar en otro mundo.

El aire era cálido, perfumado, lleno del murmullo de pequeñas fuentes de agua que se escondían entre los arbustos. Flores de cada rincón del continente desbordaban de las jardineras: lirios dorados de Occidente, magnolias orientales, campanillas de hielo que solo crecían en los Alpes de Briverna... hasta había plantas flotantes que resplandecían con magia propia. Los peces nadaban en estanques circulares, con colores imposibles. Enredaderas de hojas plateadas trepaban por las columnas de mármol blanco, y pequeñas luciérnagas mágicas revoloteaban como estrellas vivas. Al centro... una estatua.

Mi corazón dio un vuelco.

Éramos él y yo.

Tallados en mármol claro, sentados juntos bajo unos cerezos en flor. Yo tenía un libro en las manos. Él, la cabeza apoyada en mi hombro. Detrás, pendía un columpio de madera clara y cuerdas doradas. El detalle era tan delicado, tan íntimo, que sentí que caminaba entre los fragmentos de un sueño que alguien más había soñado por mí.

Me acerqué con pasos lentos, casi reverentes. Las lágrimas comenzaron a arderme en los ojos sin que pudiera evitarlo. Me detuve frente a la estatua, alzando la mano como si quisiera tocarla. Como si eso confirmara que era real. Sentí un nudo en la garganta. Y entonces me giré.

Y lo vi.

Sovieshu estaba de rodillas.

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