[.SOVIESHU.]
UN AÑO DESPUES
El aire de Wilwol tenía otro peso desde que había aprendido a respirar como futuro emperador. La corona todavía no adornaba mi cabeza, pero ya la sentía reposar sobre mis hombros. La sentía en cada decisión que tomaba, en cada palabra que decía, en cada silencio que guardaba. Había pasado un año desde aquella noche con Navier. Un año desde que la abracé y le prometí que haríamos las cosas bien. Un año desde que besé su frente con el corazón en la boca.
Un año... y tanto había cambiado.
Mi padre, el emperador Osis III, había aceptado finalmente que el tiempo no se detenía. Desde la muerte del rey de Occidente, su semblante se había endurecido más de lo usual, como si presintiera que el fin se acercaba también para él. Y lo hacía. Yo lo sabía. Lo sabía no por las arrugas que se profundizaban en su frente, ni por la tos persistente que disimulaba con un pañuelo bordado, sino porque mis recuerdos, esos fragmentos de mi otra vida, me lo susurraban cada noche.
Sabía que su muerte era inminente.
Y que, poco después, mi madre, mi dulce madre, no soportaría el vacío.
Por eso había insistido en enviar a Navier lejos. No como un castigo, no como un exilio, sino como un regalo. Quería que descansara, que respirara, que sonriera sin el peso del palacio sobre sus hombros.
La había convencido con palabras dulces, con abrazos que duraban más de lo necesario, con miradas que escondían la verdad. Ella lo había notado, por supuesto. Navier nunca fue ingenua. Pero no me cuestionó. No me presionó. Me besó la mejilla, acarició mi cuello con dedos temblorosos y aceptó con un suspiro que me dolió más que mil batallas.
Ahora ella estaba en Bluhovan, disfrutando —eso esperaba— de jardines floridos, banquetes ligeros y mañanas sin reuniones ni pergaminos. Ergi la cuidaría. Lo sabía. A su manera, brutal y elegante, como el filo de una daga en terciopelo.
Yo, por mi parte, había retomado por completo mi formación como emperador. No había tregua. Ni para mí, ni para el destino.
Una tarde, tras una reunión con el consejo de asuntos exteriores, caminé hasta los establos, con el propósito firme de distraerme. No con armas, ni con estrategias. Con algo más simple. Más humano.
—¿Dónde están Henrey y Mackenna? —pregunté al maestro de caballería, un anciano robusto y honesto.
—En la academia de magia, Su Alteza. Regresaron de imprevisto por un evento en la escuela.
Asentí con una sonrisa y monté mi caballo. Crucé la ciudadela hasta la colina donde se alzaba la Academia de Magia de Wilwol, esa maravilla de piedra blanca y torres de cristal, donde los futuros sabios, estrategas, magos y guerreros del Imperio se formaban.
Los encontré justo saliendo de una clase, con los cabellos revueltos por el viento y los libros bajo el brazo.
—¡Alteza! —exclamó Mackenna, dejando caer sus apuntes al suelo al verme—. ¿Nos ha venido a arrestar por mal uso de conjuros?
Henrey rió, pero sus ojos todavía eran los de un joven que había perdido demasiado en poco tiempo.
—No, aunque no sería mala idea —le respondí con una sonrisa—. He venido a secuestrarlos. Carrera de carruajes. Yo conduzco. Ustedes apuestan quién vomita primero.
Henrey parpadeó, confundido, y soltó una carcajada que no escuchaba desde antes de la muerte de su padre.
—¿Usted conduce? —replicó con incredulidad fingida—. ¿Y sobreviviremos para contarlo?
—Si no sobreviven, al menos tendrán una historia épica para el más allá —le retruqué, guiñándole un ojo.
Mackenna ya estaba corriendo a buscar su abrigo.
Y esa tarde, mientras los carruajes volaban por la pista, entre gritos, polvo y carcajadas, los vi. A los dos. Riendo. Viviendo. Agradecí haber podido traerles eso, aunque solo fuera por unas horas.
Al caer la noche, regresé solo al palacio. Me detuve en el balcón de la torre más alta, desde donde podía ver la ciudad iluminada y las torres lejanas de la academia. El viento era frío. La luna estaba alta. Y yo... yo pensaba en ella.
La habitación se sentía vacía sin Navier. El perfume suave de sus libros ya no estaba. La mesilla junto a la cama, donde dejaba su té medio bebido, tenía polvo. Hasta las sábanas parecían protestar en silencio.
Tomé una carta suya del escritorio y la leí por decima vez esa semana. Su letra era firme, hermosa. Como ella.
"Aquí el clima es templado, las flores se abren como si supieran que alguien las observa. Ergi ha sido gentil, aunque sigue sin dejar de ser él mismo. Me ha llevado a recorrer los campos y me regaló un cuaderno de bocetos que usaré para enviarte dibujos. Te extraño. No sé si estas vacaciones me relajan o me hacen pensar aún más en ti."
Apreté la carta contra mi pecho.