[.LYSANDRA.]
El cielo matinal estaba cubierto por un velo de nubes finas, y el aire olía a humedad y a despedidas. Frente a mí, el carruaje estaba listo, con los caballos agitados, pisando el empedrado con impaciencia. El cochero aguardaba en silencio, inmóvil sobre su asiento, como si supiera que este adiós sería más largo de lo esperado. Las maletas ya estaban acomodadas. Todo estaba dispuesto. Todo... excepto él.
Kosair estaba parado a menos de dos metros de mí. Su postura recta, la mandíbula tensa, el entrecejo levemente fruncido. Esa mirada firme que tantas veces había visto en él, esa fuerza que solía imponerse en los campos de batalla, ahora estaba llena de algo más frágil: incertidumbre.
—Déjame acompañarte —me pidió de repente, con una voz grave y terca, como si creyera que al decirlo en ese tono podría doblegar cualquier destino—. No tienes por qué ir sola, Lysandra. Si vas a ver a tu familia... quiero estar ahí contigo. Quiero que me presentes como lo que soy.
Lo observé por unos segundos que me parecieron demasiado largos. Su nobleza era evidente. Su amor, también. Pero eso no cambiaba nada.
Mantuve la expresión neutra, incluso suave. No podía permitirme otra cosa. Debía hacerlo bien.
—Kosair —comencé con tono apacible, casi maternal, acariciándole la mejilla con suavidad—, no sería buena idea.
Él no respondió de inmediato. El leve temblor en su mandíbula me reveló que luchaba por no interrumpirme.
—Nunca he llevado a un hombre ante mi familia —proseguí, modulando mi voz con todo el encanto posible—. Y hacerlo ahora, contigo... sería demasiado. Demasiado compromiso, demasiada presión. Ni tú ni yo necesitamos eso, no aún.
Él negó con la cabeza, impulsivo.
—Yo sí lo necesito —afirmó con fuerza, apretando los puños—. Eso es precisamente lo que quiero contigo, Lysandra. Un compromiso. Algo real. ¿Por qué te asusta?
Me permití sonreír con ternura fingida, dejando que mis dedos siguieran la línea de su mandíbula con una caricia lenta.
—No me asusta, Kosair. Solo... no es el momento. Además, tú tienes compromisos con Sovieshu, no puedes irte conmigo. Sabes que él aún necesita de ti. No puedes dejarlo todo.
Él me miró, y por un momento sentí que dudaba. Que el peso de sus deberes lo arrastraba más que el deseo de seguirme. Finalmente, asintió, resignado, y bajó un poco la mirada.
—Prométeme que no estarás fuera mucho tiempo —murmuró.
—Solo serán unas semanas —mentí con dulzura—. Te escribiré si lo necesitas.
Di un paso hacia atrás, preparándome para subir al carruaje, cuando sentí su mano atrapando la mía. No me dio tiempo a reaccionar. Me jaló con fuerza contenida hacia su pecho, y sin decir nada, me besó.
Sus labios ardían, impacientes, cargados de emociones que yo no compartía. No me moví. No me resistí. Solo lo dejé hacer. Si eso lo tranquilizaba, si con eso me dejaba ir sin sospechar, entonces que así fuera. Mantuve mis ojos cerrados, fingiendo un estremecimiento suave. Fingiendo que me importaba.
Cuando se separó de mí, respiró hondo, como si me hubiera dado parte de su alma con ese beso.
—Cuídate —susurró, con un hilo de voz que me partió un poco el corazón. No por él. Sino por lo fácil que era engañarlo.
Le respondí con la mentira más hermosa que tenía en los labios:
—Lo haré.
Me subí al carruaje sin mirar atrás. El portazo sonó hueco, final. Pronto las ruedas crujieron contra las piedras y los caballos comenzaron a trotar. Sentí cómo me alejaba de él con cada metro. Me alejaba del palacio, de su devoción, de su calor. Me alejaba de la mentira.
Y una vez que estuve lo suficientemente lejos del palacio, lo hice.
Abrí la palma sobre el cojín de terciopelo y susurré una palabra en un idioma antiguo. Un portal se abrió dentro del carruaje, oscilante y brillante como una herida en el aire. Me incorporé, alisé mi falda con lentitud y crucé.
Aparecí al borde de los jardines de mi palacio, justo junto a la estatua de piedra blanca que representaba a mi padre. La figura tenía el rostro severo, los brazos cruzados sobre el pecho, y una capa que parecía ondear incluso en su forma esculpida. Siempre lo había odiado un poco por eso, por esa solemnidad constante. Pero también lo había admirado. De él había heredado la voluntad de hierro. De él y de mi madre, la astucia.
El jardín encantado se desplegaba frente a mí con su belleza hipnótica: flores que cantaban en silencio, árboles que murmuraban antiguos conjuros y fuentes cuyas aguas curaban heridas que el cuerpo aún no sufría. El aire aquí sabía a magia pura.
Y al fondo, bajo el gran arco de glicinas blancas, estaba él.
Ian.
Lo reconocí al instante. Alto, imponente, con el cabello plateado, su mirada gris clavada en mí con una intensidad que solo él podía sostener sin romperme. Su expresión estaba cargada de molestia, de paciencia agotada.
—Llegas tarde —recriminó, sin moverse un paso—. Deberías haber estado aquí hace dos días.
Me encogí de hombros con fingida inocencia y avancé hacia él, dejando que mis pies rozaran los pétalos flotantes que cubrían el sendero.