El Retorno del Emperador

83.- Promesas

[.NAVIER.]

El aire era fresco, casi frío, pero el sol bañaba con una calidez amable las colinas de Bluhovan. Cabalgábamos en silencio, Ergi y yo, por un sendero bordeado de abedules dorados, cuyas hojas caían como pequeños fragmentos de luz. Mi vestido se alzaba apenas por el galope suave de mi yegua, y el cabello me bailaba con cada brisa que se colaba entre los árboles. Era un día sereno. Hermoso, incluso. Pero mi corazón no lo estaba.

—¿Ya te conté la vez que me caí al estanque del palacio cuando tenía seis años? —comentó Ergi de pronto, girando apenas el rostro hacia mí, con una sonrisa traviesa dibujada en los labios.

Negué con la cabeza, sonriéndole por educación, pero también porque sabía que él se esforzaba en distraerme. Me gustaba su compañía, me resultaba ligera. Aunque mi mente estuviera muy lejos.

—Quise impresionar a la hija de un noble que había venido a una cena —continuó con tono jocoso, moviendo los hombros como si aún pudiera sentir la vergüenza—. Salté desde una roca para atrapar una luciérnaga... y terminé directo en el agua. Frente a todos. Incluso el canciller escupió el vino de la risa.

Solté una risa breve, suave, más por él que por el recuerdo.

—¿Y qué hizo la niña? —pregunté, fingiendo interés mientras mi pecho se apretaba con un pensamiento que no podía callar más.

Ergi se encogió de hombros.

—Se asustó tanto que gritó como si me hubiera tragado un monstruo. Al final terminé castigado por "alterar la velada" —explicó con dramatismo, alzando una ceja.

Volví a reír, aunque mis ojos se perdieron en el horizonte. En mi mente, el rostro de Sovieshu emergió como un recuerdo constante. Su voz. Su manera de mirarme cuando creía que nadie observaba. Su calor. La forma en que decía mi nombre cuando quería que el mundo se detuviera solo para los dos.

Suspiré y murmuré, casi sin darme cuenta:

—Quiero regresar a Oriente.

Ergi dejó de hablar de inmediato. El trote de su caballo se ralentizó hasta igualarse al mío, y me miró con atención, ladeando la cabeza como quien intenta leer un mapa complejo.

—¿No te ha gustado Bluhovan? —inquirió con suavidad, sin reproche, pero con cierta preocupación contenida.

Me tomé un momento antes de contestarle. Quería ser justa. Bluhovan era hermoso. Había sido amable conmigo. Y su gente, cálida. Pero no era mi hogar. Mi hogar tenía su voz. Su aroma. Su caos.

—Sí me ha gustado —contesté con sinceridad—. Es un reino precioso, con jardines encantadores y una cultura admirable… pero extraño a Sovieshu. Lo extraño cada día. Y no solo por él —aclaré, respirando hondo—, sino porque ya quiero gobernar a su lado. Estoy cansada de ver el mundo desde la distancia. Quiero estar en el centro de las decisiones. Quiero construir a su lado. Vivir a su lado. Amar desde ahí.

Ergi me miró con un gesto que no supe interpretar del todo. No era envidia. No era tristeza. Era algo más... algo más profundo. Su expresión se suavizó hasta quedar apenas un susurro de emoción.

—Sovieshu es un gran hombre —afirmó con voz calma—. A veces no sabe cómo expresarse, ni cómo proteger lo que ama… pero es un gran hombre.

Asentí lentamente, bajando la vista hacia las riendas de mi yegua. Cada palabra suya me atravesaba con una punzada dulce.

Ergi se inclinó un poco hacia mí, su voz fue apenas un murmullo que se mezcló con el viento:

—Cuídalo, Navier. Cuídalo incluso de él mismo.

Lo miré. Por un instante nuestras miradas se encontraron, y entendí. Entendí que él sabía. Que desde su rincón había visto las fisuras, los miedos, la rabia que Sovieshu no siempre sabía contener. Pero también había visto su amor. Y que en alguna forma extraña, él también quería protegerlo.

—Lo haré —le prometí con voz firme, dejando que esa promesa se grabara en mi pecho.

Seguimos cabalgando. El sonido de los cascos contra el suelo húmedo nos acompañó en ese silencio compartido. El cielo se había vuelto de un azul más profundo, y los árboles nos saludaban al pasar. Yo pensaba en Sovieshu. En su sonrisa cuando me veía entrar al salón. En la forma en que acariciaba mi cabello cuando creía que dormía. En cómo había cambiado, en cómo ahora me miraba con una intensidad que antes no conocía.

Pensé en sus manos, en su voz, en su promesa rota, y en la nueva que empezábamos a construir.

Pronto estaría con él. Muy pronto.
Y esta vez no pensaba apartarme de su lado.

No por el deber. No por el destino.
Sino porque lo amaba.
Porque siempre lo había amado.
Y ahora, por fin, era mi turno de quedarme.

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[.SOVIESHU.]

Las puertas del Internado Lienthal se alzaban frente a mí como las de una vieja mansión noble, amplias y ornamentadas, cubiertas de hiedra perfectamente recortada. El edificio principal era una mezcla refinada de piedra clara y vitrales altos, con columnas que enmarcaban la entrada y enredaderas que trepaban con elegancia por los muros. Era la primera vez que lo visitaba por dentro, y no lo hice acompañado de escoltas ni con insignias imperiales. Me presenté solo, vestido como un noble más. Sin títulos. Sin protocolos. Solo como Lord Vikt, el nombre con el que ella me conocía.

Habían pasado más de diez días desde su última carta, y si bien no era raro que Rashta fuera descuidada con la escritura, algo dentro de mí se sintió inquieto esta vez. Quizá fue la forma abrupta en la que cortó la última nota, o el tono distraído con el que se despidió. Algo no encajaba. Y por eso estaba aquí.




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