El Retorno del Emperador

84.- Despedidas y encuentros

[.SOVIESHU.]

El sol entraba por los ventanales del despacho imperial, proyectando líneas doradas sobre la mesa de roble donde mi padre y yo revisábamos un antiguo códice de leyes tributarias. El ambiente olía a tinta fresca y cuero envejecido, y el leve crujido de las hojas al pasar era lo único que se oía entre ambos. Habíamos pasado así varias mañanas últimamente: él guiándome con paciencia, y yo bebiendo cada palabra como si fueran fragmentos del tiempo que no me había atrevido a buscar en mi vida pasada.

Mi padre estaba de pie junto a una estantería, con una mano apoyada sobre un volumen grueso, cuando lo vi fruncir el ceño. Me incliné ligeramente, dejando la pluma sobre el tintero.

—Padre —murmuré—, ¿ocurre algo?

Él alzó la vista, con una expresión extraña, como si no entendiera lo que sentía. Se llevó la mano al pecho con lentitud, y luego, de pronto, su rostro palideció. Su respiración se hizo más pesada, y sus labios temblaron.

—Sovieshu... —balbuceó, en voz baja, ronca, como si su garganta se hubiera llenado de cenizas—. Algo no está bien...

Mi corazón se encogió. Me levanté de inmediato, tumbando sin querer la silla a mis espaldas. Corrí hacia él y lo sujeté por los hombros antes de que pudiera desplomarse.

—¡Padre! —exclamé con desesperación, sintiendo un terror frío apoderarse de mis entrañas—. ¡Guardias! ¡Traigan al médico ahora mismo! ¡AHORA!

Los soldados apostados afuera abrieron la puerta de golpe y salieron corriendo, pero para mí todo ocurrió en cámara lenta. Sentía que el tiempo se hundía a mi alrededor como barro espeso.

Mi padre se dejó caer en el sofá cercano, y yo me arrodillé frente a él, sin soltarle la mano.

—Tranquilo —susurré, intentando mantener la voz firme aunque el temblor en mis dedos me delataba—. Ya viene ayuda... respira, por favor...

—No es... nada —musitó él, con una sonrisa apagada y un dejo de terquedad que me dolió—. Un simple... malestar.

Negué con la cabeza. La rabia, la impotencia, la culpa de dos vidas me quemaban por dentro.

—No digas eso. No minimices lo que sientes. No esta vez, padre. Por favor.

Me miró con sus ojos azules que ya no tenían la fuerza de antes. Vi en ellos el peso de los años, del imperio, de las decisiones. Y también algo más: una ternura contenida, el amor que nunca habíamos sabido expresarnos bien.

—Sovieshu... —articuló con dificultad—. Has crecido tanto... Mi niño se ha vuelto un hombre.

—No me diga esas cosas ahora —le interrumpí, con un nudo en la garganta que apenas podía tragar—. No cuando siento que apenas estoy empezando a conocerte..

Acaricié su mano con cuidado. La suya estaba fría, y eso me asustó aún más. Había leído en los textos médicos del palacio lo que significaban esos síntomas. Era el inicio. Lo sabía. Lo recordaba.

En mi otra vida, me había negado a verlo. Me había escondido en compromisos, excusas, fiestas diplomáticas y decisiones de estado. Cuando quise tomarle la mano, ya era un cadáver en un ataúd dorado.

No pensaba repetir esa cobardía.

—Esta vez... —murmuré, sin mirarlo, como una promesa a los dioses, a mí mismo, o tal vez a él sin que lo supiera—. Esta vez me quedaré. Esta vez lo cuidaré hasta el final.

—No digas tonterías —replicó él con una sonrisa débil—. Eres el heredero del trono. El imperio necesita que seas fuerte, no blando por un viejo que empieza a resfriarse.

Le sostuve la mirada, y respondí con firmeza:

—El imperio tendrá un emperador más fuerte si ese emperador no carga con arrepentimientos.

Él guardó silencio unos segundos. Luego desvió la vista hacia la ventana, donde las hojas del otoño empezaban a caer.

—Qué palabras tan pesadas para alguien de tu edad —murmuró, y su voz se volvió un suspiro.

En ese momento, el médico ingresó, agitado, con sus asistentes detrás. Me aparté a regañadientes para dejarlo trabajar, pero sin soltar la vista de mi padre ni un segundo.

Vi cómo le revisaban el pulso, cómo le abrían la túnica hasta el pecho, cómo hablaban entre murmullos. Vi el gesto que el médico intentó disimular... pero que yo conocía demasiado bien: preocupación contenida bajo una máscara de cortesía.

Me acerqué a él con la autoridad que me confería tanto mi linaje como mi amor filial.

—Dígame la verdad, doctor. ¿Qué tiene mi padre?

El médico titubeó, midiendo sus palabras con una cautela que me impacientó.

—Su Majestad... ha sufrido un pequeño infarto. No es letal... por ahora. Pero... si no descansa, si no cambia su rutina...

—¿Cuánto tiempo? —le interrumpí, directo, seco.

—No puedo saberlo. Podrían ser años... o semanas.

Asentí con los labios apretados. Me volví hacia mi padre, que ya había recobrado algo de color.

—A partir de hoy —le anuncié, cruzando los brazos—, no volverás a trabajar más de dos horas al día. Todo lo que exceda ese tiempo, lo tomaré yo. Yo me haré cargo.

—No seas dramático —intentó burlarse, pero lo ignoré.

Me incliné, tomé su mano de nuevo, y me la llevé al pecho.

—Esta vez estaré contigo. Esta vez no te dejaré solo.

Él no replicó. Sólo me observó. Y por primera vez, en ambas vidas, sentí que esa mirada era la de un padre orgulloso.

Y por primera vez, en ambas vidas, sentí que esa mirada era la de un padre orgulloso

[.NAVIER.]

Habíamos dejado atrás las últimas aldeas de Bluhovan hacía ya un par de horas. El carruaje avanzaba con un ritmo constante, acompañado por el retumbar de los cascos de la escolta de caballeros que marchaba justo detrás de nosotros. Afuera, los árboles se mecían suavemente con la brisa de la tarde, y el cielo comenzaba a teñirse de dorado y ámbar. Me sentía aliviada de volver a Oriente. La visita diplomática había resultado más agotadora de lo que esperaba, incluso con Ergi presente para aligerar el ambiente con sus comentarios ingeniosos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.