El Retorno del Emperador

86.- ¿Qué ha sido de Lady Rashta?

El reloj de péndulo marcaba las diez con doce minutos cuando la puerta de roble oscuro de la oficina principal del internado de Lienthal se abrió con un leve crujido. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales como dedos impacientes y el sonido de los truenos lejanos servía de telón de fondo para una noche que no presagiaba nada bueno.

Un hombre encapuchado entró con pasos silenciosos. Su capa estaba empapada y desprendía un olor a barro húmedo. No se quitó la capucha al cruzar el umbral, ni siquiera cuando la secretaria de la directora, sobresaltada, lo anunció con cierta incomodidad. No era habitual recibir visitas a esas horas... y mucho menos de alguien con ese aire ominoso.

—Pase —ordenó la directora sin levantarse de su amplio escritorio de nogal. Su voz sonaba firme, aunque sus ojos se entrecerraron con desconfianza.

El hombre cerró la puerta detrás de él, y sólo entonces se quitó la capucha, dejando al descubierto un rostro enjuto, pálido y de facciones afiladas. Llevaba un bigote fino, perfectamente delineado, y sus ojos grises destilaban arrogancia.

—Vizconde Lotteshu —se presentó, inclinando apenas la cabeza—. Lamento irrumpir a estas horas, pero el asunto que me trae no podía esperar.

La directora arqueó una ceja. No respondió de inmediato. En lugar de eso, lo evaluó con detenimiento desde su asiento. Finalmente, se acomodó los lentes sobre el puente de la nariz y replicó con cautela:

—Adelante, vizconde. Lo escucho.

El hombre sacó de su capa un estuche de cuero y lo abrió con movimientos meticulosos. De su interior extrajo un documento con un sello en relieve y lo colocó con precisión quirúrgica sobre el escritorio.

—He venido a reclamar lo que me pertenece —pronunció con voz plana—. "Lady Rashta", como la llaman aquí, es en realidad una esclava. Fue robada de mi propiedad hace unos meses, y acabo de descubrir que está siendo protegida por este internado. Mi hija, Lebetti, ingresó hace unas semanas y me informó de su presencia.

La directora contuvo una expresión de sorpresa. Movió el documento hacia ella con lentitud, y sus ojos lo recorrieron con precisión. El sello era auténtico. La firma también. Era, lamentablemente, un certificado oficial de propiedad.

—Rashta fue inscrita por un noble de alto rango —replicó la directora, procurando mantener la compostura—. Su solicitud estaba en regla, y sus gastos, cubiertos generosamente. No recibí información sobre su estatus como esclava.

—¿Y si le dijera que esa "solicitud en regla" fue parte de un secuestro? —inquirió el vizconde con una sonrisa ladina—. ¿Sabe usted lo que implica para su institución albergar esclavos fugitivos?

La directora apretó los labios. No era ingenua. Sabía perfectamente a qué se enfrentaba si él decidía alzar la voz públicamente. El escándalo podría arrastrar a todo el internado a una pesadilla legal y política. Pero había algo más. Sabía, aunque en silencio, quién estaba realmente detrás de la presencia de Rashta en Lienthal... y ese nombre no podía ser revelado.

—¿Tiene algún documento judicial que respalde esa acusación de secuestro? —preguntó con frialdad, todavía intentando ganar algo de tiempo.

—No lo necesito —espetó Lotteshu—. El solo hecho de que ella esté aquí es prueba de que fue robada. No me interesa su defensa. Sólo exijo que se me devuelva lo que me pertenece. Ahora.

La directora se volvió hacia su secretaria con un gesto sereno pero firme.

—Avise a la señorita Rashta. Pídale que venga a mi oficina con todas sus pertenencias.

La secretaria palideció, pero no hizo preguntas. Se retiró en silencio.

El vizconde sonrió, satisfecho.

—Me alegra que entienda su posición, directora —comentó, alisándose las mangas del abrigo—. Espero afuera. No quiero presenciar esa escena. Seguro querrá explicarle personalmente su destino.

La directora inclinó la cabeza con un gesto cortés y forzado.

—Espere en el pasillo. Le llamaré cuando esté lista.

El hombre salió con la arrogancia de quien se sabe vencedor, cerrando la puerta tras de sí con un leve clic.

Cuando la estancia volvió a quedar en silencio, la directora se levantó lentamente de su asiento. Caminó hacia la estantería que cubría casi por completo la pared derecha de la oficina. Sus dedos buscaron entre los lomos un libro en particular. Uno con encuadernación de cuero rojo y el título "Teoría Avanzada de Retórica Política".

Tiró suavemente de él.

Hubo un clic mecánico, y un pequeño segmento de la pared se deslizó hacia atrás con un suave rechinar. Un pasadizo oculto apareció, iluminado por antorchas mágicas que se encendieron al contacto con el aire. El pasadizo era estrecho, polvoriento, pero recorría el subsuelo del internado y salía por las afueras del bosque de Lunther, más allá de los límites de la ciudad.

El rostro de la directora se endureció.

La decisión estaba tomada.

Rashta debía escapar.

[.HENREY.]

Había llegado temprano esa mañana al palacio de Oriente, como lo hacía en cada período de vacaciones. Mientras el carruaje de la capital se alejaba por el camino, observé las torres imperiales recortadas contra un cielo despejado. El viento matutino traía consigo el olor a piedra húmeda, metal bruñido y flores nobles; un aroma que, por algún motivo, siempre me tranquilizaba.

Desde hacía dos años, había dejado de regresar a Occidente durante los recesos académicos. Mi hermano... ahora rey Warton III, se había vuelto una sombra difícil de enfrentar. Siempre que lo visitaba, terminaba interrogándome sobre Sovieshu, sobre las políticas orientales, sobre tratados y diplomacia. Ya no hablábamos como hermanos. Ya no hablábamos en absoluto. Así que sí, prefería mil veces refugiarme aquí, donde me sentía libre.

Mientras avanzaba por los pasillos de mármol, noté algo extraño. El personal parecía más agitado de lo habitual: mayordomos cruzaban con bandejas sin rumbo fijo, doncellas se apresuraban de una ala a otra, guardias imperiales hablaban en susurros cerca de las columnas. Algo estaba ocurriendo.




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