[.SOVIESHU.]
El sol ya comenzaba a descender cuando las voces del Consejo se fueron apagando una por una, como si los nobles supieran que, a esa hora, hasta la paciencia de un emperador podía tener límites. Habíamos estado discutiendo asuntos comerciales con los clanes costeros del sur, pero mis pensamientos se habían desviado varias veces hacia el ala este del palacio... donde sabía que ella no estaba. Navier.
Había salido por la mañana con el escuadrón de reconocimiento y con Artina. Su primer cabalgata oficial desde que regresó de Bluhovan. No pude alcanzarla. Una reunión con los ministros del Tesoro me lo impidió. Y ahora, justo cuando el día moría, yo solo pensaba en verla... y disculparme.
Me pasé la mano por la frente, cansado. Estaba a punto de levantarme de la silla imperial cuando escuché pasos rápidos. Volteé con desgano, pero al ver a Karl entrar por la puerta lateral con el ceño fruncido y los labios tensos, me puse de pie al instante.
Karl no dijo nada al principio. Caminó firme hasta mí y se inclinó con una reverencia rápida, formal pero con urgencia en sus ojos.
—Alteza, —murmuró al acercarse más—. Necesito hablarle... en privado.
Fruncí el entrecejo, pero asentí. Me incliné ligeramente hacia él, y Karl se acercó a mi oído, hablándome en un susurro bajo, casi tan bajo que dudé haberlo escuchado.
—Lady Navier ha regresado —pronunció con gravedad contenida—. Hubo un accidente con una joven.
Mis músculos se tensaron al instante. Sentí el pulso acelerar y me incorporé con brusquedad.
—¿Navier está bien? —pregunté con voz ahogada. No lo grité, pero mi garganta se secó con solo pronunciar su nombre.
Karl levantó ambas manos, como queriendo calmarme.
—Sí, sí. Ella está bien, al menos eso me dijeron los guardias. Solo me informaron que hubo un incidente y que regresaron antes de lo previsto. No sé qué pasó exactamente, ni quién es la joven involucrada.
Respiré hondo, intentando no dejar que el pánico me devorara. Había tenido un mal presentimiento todo el día. Pero si Navier estaba bien...
—Haz que la joven sea atendida por un médico del palacio —le pedí, volviendo a recuperar el control de mi voz—. Que le den lo que necesite. No importa quién sea.
Karl asintió de inmediato, haciendo una leve reverencia.
—Así se hará, Majestad.
Lo vi retirarse con pasos decididos antes de volverme a los miembros del Consejo, que ya murmuraban entre ellos, confundidos por mi cambio de humor.
—La reunión ha concluido por hoy, anuncié con tono firme, aunque me dolía la cabeza de tanto contener la ansiedad. —Retírense.
Uno de los duques quiso abrir la boca para protestar, pero lo miré directamente y ni siquiera lo intentó. Salieron en silencio, y yo no perdí tiempo. Crucé el salón imperial con rapidez y tomé el pasillo que daba al ala donde Navier se hospedaba. Aunque el cielo ya estaba pintado de anaranjado y púrpura, yo no pensaba esperar hasta el día siguiente. Tenía que verla. Tenía que pedirle que cenara conmigo. Tenía que explicarle... que lo sentía.
Caminaba a paso firme, casi al trote, cuando una figura apareció a la distancia, corriendo hacia mí.
Sir Artina.
La reconocí al instante, con su capa ondeando como una sombra tras ella. Al verla, mis cejas se fruncieron. ¿Qué hacía viniendo en esa dirección con tanta urgencia?
—¿Artina? —pregunté, deteniéndome en seco. Alcé una mano, preocupado—. ¿Qué ha pasado? ¿Está todo bien?
Ella no respondió de inmediato. Al llegar frente a mí, se detuvo en seco, jadeando por la carrera. Su cabello se pegaba al rostro sudado y sus labios temblaban, como si hubiera corrido desde el infierno. Pero lo que me alarmó más fue su expresión.
Sus ojos... estaban llenos de lágrimas.
No llanto. No sollozos. Lágrimas contenidas. Lágrimas de alguien que había sido entrenada para nunca dejarse ver débil... y que aún así no podía soportar lo que había presenciado.
Mis labios se entreabrieron.
—¿Qué pasó? —insistí, pero esta vez, mi voz fue un susurro. Casi no me escuché a mí mismo.
Artina dio un paso adelante, con rigidez en los hombros. Luego... se arrodilló. Bajó la cabeza con solemnidad. Ese solo gesto me cortó el aliento.
Y entonces, habló. Su voz fue áspera. Forzada. Como si cada palabra le arrancara un pedazo del alma.
—Su Majestad... —pronunció con reverencia temblorosa—. El Emperador Osis... su padre... ha fallecido hace menos de cinco minutos.
...
Mi respiración se detuvo. Todo mi cuerpo se quedó paralizado. El pasillo se volvió lejano, borroso, como si hubiera sido arrastrado a un abismo.
No.
No podía ser.
Esto no debía pasar así.
—No... —murmuré apenas, más para mí que para ella—. No... todavía no... aún no era tiempo...
Artina alzó la vista. Las lágrimas caían finalmente por sus mejillas, silenciosas. Lloraba no solo por su emperador, sino por mí. Por ese joven de veinte años al que acababan de arrancarle la única figura paternal que aún vivía.
Pero yo... yo no lloré.
No grité.
No me desplomé.
Solo me quedé ahí... mirando a la nada, sintiendo cómo todo a mi alrededor perdía forma.
En la línea pasada, él había muerto un año después...
¿Qué estaba cambiando?
¿Qué demonios se estaba alterando?
Sentí cómo mi pecho se endurecía. El aire se volvió espeso. Quise hablar, pero las palabras no salieron. Tenía los labios abiertos... y ningún sonido emergía.