[.SOVIESHU.]
Me detuve frente a las imponentes puertas del Gran Salón del palacio, aquellas que solo se abrían para los eventos de mayor trascendencia en la historia del Imperio. El eco lejano de voces y pasos resonaba en los pasillos, como un murmullo constante que intentaba colarse en mis pensamientos. El mármol pulido bajo mis botas reflejaba la luz de las lámparas doradas que colgaban en lo alto, pero para mí, todo estaba teñido de un matiz gris.
No era el peso del protocolo lo que me tensaba... era lo que Zerpanya me había revelado minutos antes, en mi habitación. Sus palabras aún martillaban en mi mente como campanas fúnebres.
"Has cambiado demasiadas cosas, Sovieshu. El destino siempre buscará su cauce original. Podrán alterarse las circunstancias, pero el resultado... será el mismo."
Quería creer que era una mentira. Quería aferrarme a la idea de que podía romper ese maldito ciclo, pero su voz, esa calma cruel, me había dejado un vacío en el estómago. Y ahora, aquí estaba, a punto de enfrentar un día que no debería haber llegado tan pronto.
Sentí una suave presión en mi hombro. Giré apenas la cabeza y vi a mi madre. Su porte era impecable, como siempre, vestida con un traje ceremonial negro adornado con bordados plateados que parecían atrapar cada destello de luz.
—No estás solo, hijo mío —expresó con un tono firme, aunque su mirada brillaba con un dolor que trataba de ocultar.
Asentí sin decir palabra, pero por dentro me sentía como un barco a la deriva.
Ella me observó con atención, como si intentara leer en mis ojos lo que no podía expresar.
—¿Estás listo? —me preguntó con una suavidad que contrastaba con la solemnidad del momento.
—Sí... —contesté en voz baja, aunque no estaba seguro de que fuera verdad.
Mi madre entonces se volvió hacia el guardia que custodiaba las puertas.
—Ábralas —ordenó con una autoridad que resonó en el silencio del pasillo.
Las gigantescas hojas de madera tallada se separaron lentamente, dejando escapar una oleada de incienso y murmullos. La luz que inundaba el salón me cegó por un instante. Entramos juntos, yo a su derecha, caminando con pasos medidos que resonaban sobre el piso de piedra como golpes de tambor.
A medida que avanzaba, mis ojos recorrieron las filas interminables de asistentes. Reyes y reinas de reinos vecinos, virreyes y marqueses, condes y magos de túnicas relucientes... todos estaban allí. Rostros severos, expresiones cargadas de respeto y luto. Un mosaico de poder reunido para despedir a mi padre.
Y entonces, al acercarme a las primeras filas, la vi. Navier. Erguida, con la mirada fija al frente, vestida de un negro profundo que realzaba la elegancia natural que siempre había tenido. A su lado, su familia: los duques de Trovi, con el porte inquebrantable de quienes han aprendido a no mostrar debilidad en público, y Kosair, cuya presencia imponía incluso entre tantos nobles.
Detrás de ellos, distinguí a Henrey, joven pero con esa compostura que le permitía representar a todo Occidente. Junto a él, Ergi y Mackenna, observando todo con ojos atentos.
Mi atención se desvió por un instante hacia los guardias. No solo estaba mi Guardia Imperial, impecable como siempre, sino también hombres de la Orden Transnacional, la que lideraba Kosair. Verlos allí, hombro con hombro con mis hombres, me produjo una sensación extraña. En ese momento, me di cuenta de cuánto había cambiado todo por mis acciones. Había convertido al Imperio de Oriente en una potencia respetada, y lo notaba ahora con una claridad casi dolorosa. Quizá eso era lo que Zerpanya quería decir.
Nos sentamos en la fila principal, mi madre y yo, frente a todos. El silencio se profundizó cuando el arzobispo, vestido con su capa blanca adornada con hilos de oro, se adelantó hasta quedar al frente. Su voz retumbó en el gran salón, grave y solemne.
—Bienvenidos todos, y en especial a la familia imperial, que hoy carga con una pérdida que no solo es suya, sino de toda nuestra nación. Nos reunimos para despedir a un hombre que fue más que un emperador...
Sus palabras se extendieron, honrando a Osis III no solo como gobernante, sino como esposo, padre y hombre. Mientras hablaba, sentí cómo el orgullo y el miedo se entrelazaban en mi pecho.
No pude evitar girar ligeramente la cabeza. Navier seguía atenta, con su rostro sereno, sin apartar la vista del arzobispo. Yo, en cambio, me quedé atrapado en un pensamiento que me heló la sangre: Si el destino realmente busca su curso... puedo perderla otra vez.
La sola idea me arrancó el aire. Pero no. Me volví a mirar al frente, apretando los puños. No importaba lo que dijera Zerpanya. No importaba si debía distanciarme de Henrey, o incluso mandar lejos a Rashta... Haría lo que fuera necesario para no perderla. Ella era mi vida, y no pensaba repetir el mismo final.
Me prometí en silencio que, aunque el destino intentara arrastrarme, yo lo obligaría a ceder.