[.NAVIER.]
El eco de la voz del informante de la familia imperial aún flotaba en el aire cuando el Gran Salón comenzó a vaciarse.
—En nombre de Su Majestad y de la familia imperial, agradecemos profundamente su presencia en este día de duelo —proclamó con una entonación sobria—. Mañana, por la mañana, esperamos contar con todos ustedes en un desayuno en honor al difunto emperador Osis III.
Las reverencias y murmullos de despedida llenaron el espacio. Vi cómo los invitados intercambiaban gestos solemnes antes de dirigirse hacia las puertas principales, arrastrando el sonido suave de telas y botas sobre el mármol.
Yo permanecí de pie, observando cómo Sovieshu había partido antes, acompañado solo por sus guardias, hacia la procesión que conducía al mausoleo imperial. No me invitó, ni me miró al salir. Una punzada fría me recorrió el pecho.
Me giré y encontré a Henrey unos pasos detrás, con una expresión tan desconcertada como la mía. Su ceño estaba fruncido y sus ojos buscaban respuestas que yo no tenía.
Decidí no quedarme inmóvil. Con la misma elegancia que me enseñaron desde niña, avancé hacia una puerta lateral, la que daba a los jardines. No corrí, no quise llamar la atención, pero mis pasos tenían un propósito.
Detrás de mí, percibí presencias conocidas. Kosair, con su andar firme y protector; Ergi, con esa mezcla de curiosidad y prudencia; Henrey y Mackenna, siguiéndome con un silencio cargado de interrogantes.
El aire fresco del jardín me envolvió, trayendo consigo el aroma de magnolias y tierra húmeda. Caminé por el sendero de grava, hasta que escuché pasos más veloces a mi lado. Henrey se colocó junto a mí, ligeramente inclinado hacia adelante para no perder mi ritmo.
—Navier... —me llamó con voz baja pero intensa— ¿tú crees que Sovieshu esté bien?
Por primera vez en mi vida, no supe qué contestar. Me detuve un instante, respirando hondo para ganar tiempo, pero no encontré una respuesta que fuera cierta.
—No lo sé, Henrey —admití finalmente, y mis palabras me supieron amargas—. Pero... debemos apoyarlo. Más que nunca.
Él asintió, serio, y retomamos el paso. Fue entonces cuando lo vi.
A lo lejos, arrodillado frente a una estructura que parecía tallada por los mismos dioses, estaba Sovieshu. El mausoleo imperial se alzaba como un guardián eterno, de mármol blanco y columnas esculpidas con escenas de victorias pasadas. Su cúpula dorada atrapaba la luz del atardecer, bañando todo en un resplandor cálido, casi irreal. Era una obra maestra de arquitectura... y, sin embargo, en ese momento, todo lo que mis ojos podían absorber era la silueta de un hombre roto frente a ella.
Sovieshu no se movía. Su espalda estaba encorvada, sus hombros caídos, las manos apoyadas sobre las rodillas. Su postura me desgarró más que cualquier palabra.
Sentí que las palabras se me morían en la garganta. Lo que veía no era un emperador, ni siquiera un heredero... era un hijo despidiéndose del hombre que le había enseñado a vivir.
Sin pensarlo más, avancé hacia él. No me importó ensuciar la falda de mi vestido cuando me arrodillé detrás de su figura. Deslicé mis brazos alrededor de su pecho, apoyando mi frente contra su espalda. Su respiración era irregular, y aunque no podía ver su rostro, supe que estaba luchando para contenerse.
—Estoy aquí —murmuré, casi en un susurro, con la esperanza de que esas dos palabras pudieran sostenerlo, aunque fuera un instante.
Sentí cómo tensaba los músculos, pero no me apartó. Permanecimos así, en un silencio que lo decía todo.
A lo lejos, percibí que Kosair, Mackenna, Ergi y Henrey se habían detenido, dándonos espacio. Ninguno de ellos se acercó más, pero sus miradas eran un escudo silencioso.
En mi mente, sin embargo, el momento no era solo de consuelo... sino de advertencia. Sabía que, una vez que Sovieshu fuera nombrado emperador, el Consejo y el Imperio entero exigirían una boda. Yo era su prometida oficial, sí, pero eso no impediría que muchos ofrecieran a sus hijas para disputarme ese lugar... o, peor aún, que intentaran entrar en su vida como amantes bajo pretextos políticos.
Hasta ahora, nunca me había permitido pensar en la posibilidad de perder su amor. Era un pensamiento que evitaba, como si ignorarlo pudiera hacerlo imposible. Pero viéndolo así, de rodillas, vulnerable, entendí que el mundo no tendría piedad... y que yo tampoco debía tenerla si quería mantenerlo a mi lado.
Apreté un poco más el abrazo, como si pudiera transmitirle sin palabras que no iba a permitir que nada ni nadie nos arrancara lo que habíamos construido.
[...]
La noche había avanzado sin que lo notara. El aire frío de Oriente se filtraba por mi piel, arrastrando consigo un silencio tan denso que podía sentirlo presionando mi pecho. Las luces de los faroles titilaban a lo lejos, proyectando sombras que se movían como si quisieran susurrarnos secretos.
No sé en qué momento exacto sucedió, pero, cuando me giré, advertí que los demás se habían marchado. No hubo un anuncio, ni un gesto evidente. Se habían retirado con la discreción de quien comprende que hay palabras que no necesitan testigos. Solo quedábamos Sovieshu y yo, de rodillas bajo aquel cielo cubierto de nubes oscuras.
Me levanté con suavidad, alisando la falda de mi vestido, y él, casi como si mis movimientos fueran una señal, se incorporó también. Nuestros ojos se encontraron, y durante un instante, no hubo nada más que esa conexión muda.