[.SOVIESHU.]
Esa noche, tras despedirme de mi madre, regresé a mis aposentos. El pasillo que conducía a mi habitación parecía más largo de lo normal, como si la penumbra que lo cubría quisiera devorarme poco a poco. Los candelabros de bronce chisporroteaban, proyectando sombras largas sobre los tapices, sombras que parecían querer alcanzarme con dedos huesudos.
Empujé la puerta con suavidad y al entrar sentí un peso insoportable sobre mis hombros. Mi cuarto estaba en orden, impecable como siempre, pero la familiaridad del entorno no lograba apaciguar el torbellino en mi mente. Cerré la puerta con un leve golpe y dejé escapar un suspiro entrecortado.
Me acerqué hasta el escritorio, donde aún reposaban algunos documentos sin firmar. Los aparté con desgano y me dejé caer sobre el sofá de terciopelo oscuro. Crucé una mano por mi frente y me quedé en silencio, escuchando únicamente mi respiración.
—Debo casarme con Navier cuanto antes... —murmuré en voz baja, apenas audible, como si tratara de convencerme a mí mismo.
Imaginé su rostro sereno, su elegancia natural, y la idea de perderla de nuevo me resultó insoportable. Recordé, con un dolor punzante, cómo en mi otra vida ella se había marchado con Henrey. Tragué saliva con dificultad. No, no permitiría que eso sucediera otra vez. Esta vez todo sería distinto. Esta vez tendríamos un hijo, y para lograrlo debía encontrar aquellas piedras de maná que el misterioso mercader del mercado nos había vendido en el pasado. El anillo de Navier y mi brazalete habían venido de él.
Apreté los dientes y pensé en mi segundo propósito. Rashta... Aquella muchacha que había terminado destruida en mi otra vida. No volvería a permitir que su destino fuese el mismo. Debía buscar la manera de alejarla de los colmillos de la nobleza.
—Primero prohibiré la compra de esclavos —reflexioné en voz baja, entrelazando las manos frente a mí—. Luego, ofreceré recompensas a los nobles para que liberen a los suyos... Quizás dinero, quizás títulos. Lo que sea necesario.
Por último, Henrey. Ese chico lleno de vida, que había terminado siendo mi rival... pero que, sin darme cuenta, había comenzado a ver como a un hermano menor. Lo necesitaba lejos de Navier. No porque lo odiara, sino porque temía perderlos a ambos. Él debía ascender al trono de Occidente, y yo me encargaría de ayudarlo en ello. Así, solo nos unirían lazos políticos y económicos. Nada más.
Me llevé una mano al pecho y cerré los ojos con fuerza. Mañana sería un día difícil. El consejo imperial, los aliados del continente, los invitados distinguidos... todos ellos desayunando bajo el mismo salón. Mi padre acababa de morir, y sin embargo esas gentes no sabían lo que era el luto de una familia. Vendrían como aves de rapiña, esperando anuncios: una boda, la sucesión, alianzas nuevas. Vendrían, incluso, a ofrecerme a sus hijas como si yo fuese un objeto en subasta.
—Navier... —susurré con amargura—. Será incómodo para ti, estoy seguro.
Me recosté sobre el sofá, con un cansancio que se me metía hasta los huesos, y traté de cerrar los ojos.
El sueño me envolvió rápido, pero no fue un descanso. Fue una caída.
[~]
De pronto me vi en un lugar desolado. A mi alrededor, extensas ruinas se alzaban como esqueletos de un mundo olvidado. Muros agrietados, columnas derruidas, y sobre todo, un silencio sofocante que me helaba la sangre.
El suelo estaba cubierto de nieve, pero no era blanca: estaba teñida de un rojo intenso. Sangre.
Avancé un paso, y el crujido de mis botas sobre la escarcha resonó como un grito en medio del vacío. Frente a mí, miles de relojes rotos flotaban suspendidos en el aire, girando lentamente, cayendo en pedazos. Sus manecillas marcaban horas diferentes, todas inconexas, y al chocar contra el suelo se convertían en polvo negro.
De pronto, una voz se alzó detrás de mí.
—El tiempo se acorta, Sovieshu.
Me giré de inmediato y allí estaba ella: Zerpanya. Sus cabellos oscuros caían como un río interminable, y sus ojos brillaban con un fulgor inquietante. Su silueta parecía danzar con las sombras, como si no perteneciera del todo a este mundo.
—¿Por qué me muestras esto? —pregunté, con la voz cargada de tensión.
Ella esbozó una sonrisa leve, casi burlona.
—Porque aún no has decidido. Y cada instante perdido es un paso más hacia la ruina.
Fruncí el ceño, sintiendo que la rabia se mezclaba con el miedo.
—He decidido lo suficiente. Navier se quedará conmigo, protegeré a Henrey y Rashta tendrá un futuro mejor. ¿Acaso eso no basta?
Zerpanya inclinó la cabeza, observándome como si yo fuese un niño que acababa de decir una tontería.
—Lo dices con firmeza, pero lo dudas en tu interior. ¿De verdad crees que podrás controlarlo todo? ¿Que impedirás que dos corazones se unan? ¿Que el destino de una nación se torcerá a tu antojo?
Me acerqué a ella, sintiendo cómo mis pasos resonaban pesados en esa nieve ensangrentada.
—¡Lo haré! —exclamé con furia—. No permitiré que la historia se repita. Esta vez nada saldrá mal.
Ella alzó una mano, y de inmediato el paisaje cambió. Vi el salón imperial inundado de sombras, Navier caminando lejos de mí, Henrey tendiéndole la mano, y mi propia figura desmoronándose en un trono vacío.
—El tiempo... —susurró ella, con una voz que sonaba como un eco—. Debes decidir, Sovieshu. Y pronto.