[.SOVIESHU.]
Me encontraba de pie frente al enorme espejo de cuerpo entero mientras el sastre ajustaba con precisión la tela blanca de mi traje ceremonial. El taller improvisado en la sala privada del palacio estaba lleno de telas, agujas, capas extendidas sobre sillones, cofres con coronas de distintas formas y un aire denso por la mezcla de perfumes, humo de velas y tensión anticipada. A mi lado, Henrey, Ergi, Karl y Mackenna observaban con la atención de quienes disfrutan más el espectáculo que la seriedad del momento.
—Creo que esa capa es demasiado sobria, deberías elegir la de terciopelo blanco, resaltaría más contra el traje —comentó Karl con un aire seguro, cruzándose de brazos mientras me evaluaba como si fuera una obra de arte en progreso.
—No, no, no —intervino Ergi con un ademán teatral, como si desechara la idea con un solo movimiento de su mano—. El terciopelo blanco es demasiado ostentoso, parecerás una paloma de bodas. Mejor elige la azul con bordes dorados, es más elegante y mantiene la dignidad imperial.
—¿Y qué hay de la corona? —añadió Henrey, inclinando ligeramente la cabeza hacia mí con curiosidad genuina—. ¿Piensas usar la de tu padre o mandarás hacer una nueva?
Me quedé observando el reflejo de ambas coronas dispuestas sobre la mesa: una sobria, de líneas firmes y antiguas, y la otra más refinada, aún envuelta en terciopelo carmesí, un diseño moderno que simbolizaba el inicio de una nueva era.
—La de mi padre tiene historia, pero la nueva... —expresé, sin terminar la frase, porque el peso de mis pensamientos se mezclaba con el reflejo de mi rostro cansado.
Henrey, con una sonrisa apenas perceptible, se aproximó un poco más.
—¿Será antes, durante o después de la ceremonia donde proclamarán a Navier y a ti como emperador y emperatriz? —me interrogó con suavidad, como si en esa respuesta se jugara algo más que simple protocolo.
Lo miré de reojo, intentando no dejar que mi vacilación se notara demasiado.
—Después del "sí acepto" —contesté, procurando sonar firme, aunque dentro de mí se agitó un eco extraño, como si esas palabras no me pertenecieran del todo.
La sonrisa de Henrey se amplió, sincera, luminosa, pero en ese instante sentí una punzada de remordimiento en el pecho. ¿Le estoy robando su vida? Era irracional, lo sabía; aquello de lo que me culpaba había sucedido en otra vida, en otro destino que ya no existía. Aun así, la sensación me atravesó como una sombra. Negué mentalmente, forzándome a pensar que las cosas eran diferentes ahora... ¿o no lo eran?
Fue entonces cuando Ergi, con gesto serio e inesperado, se acercó y me extendió un pañuelo de lino blanco.
—Toma —murmuró, preocupado.
Lo observé confundido, sin entender.
—¿Para qué? —pregunté, arqueando una ceja.
—Estás sangrando por la nariz —intervino Henrey con rapidez, señalando con un dedo el hilo escarlata que descendía lentamente por mi piel.
Me giré hacia el espejo y, en efecto, un rastro de sangre arruinaba la perfección del momento. Tomé el pañuelo y lo llevé con calma a mi rostro.
Karl, que había permanecido en silencio hasta entonces, frunció el ceño con inquietud.
—¿Estás bien? —me consultó, inclinando el cuerpo hacia delante, como quien se prepara para sostenerme si era necesario.
—Debe de ser la presión de todo lo que ha pasado —contesté con un suspiro, limpiándome con lentitud—. Desde la muerte de mi padre hasta organizar una boda en menos de veinticuatro horas... es demasiado incluso para mí.
Ergi ladeó la cabeza y me observó con sus ojos sagaces.
—Deberías descansar —sugirió, con un tono que mezclaba consejo y advertencia.
Lo miré con ironía y esbocé una media sonrisa.
—¿Acaso estás preocupado por mi salud, Ergi? —repliqué, fingiendo burla.
—Lo digo solo para que rindas bien en tu noche de bodas —contestó con descaro, encogiéndose de hombros.
Una risita suave escapó de los labios de Mackenna, que había permanecido callado hasta entonces, con la frescura de su juventud pintada en el rostro. Yo negué con la cabeza, sin poder evitar sonreír también ante la picardía del comentario.
Henrey, tras un breve silencio, retomó la conversación.
—¿La cama que mandaste a hacer con piedras de maná llegará pronto? —preguntó, mirándome con un interés que sonaba más personal de lo que debería.
—El artesano trajo a todo su equipo —expliqué, acomodándome el pañuelo con paciencia—. Me aseguró que la terminarían mañana temprano.
Ergi arqueó las cejas, divertido.
—¿Esa será la cama donde se estrenarán como pareja? —me soltó con un tono burlón, acompañando la pregunta con una sonrisa pícara.
Lo observé relajado, sin mostrar reacción, pero mis ojos se deslizaron hasta Henrey. Allí estaba, forzando una sonrisa que no alcanzaba a sus ojos. No pronuncié palabra, pero dentro de mí lo supe: algo lo tenía pensativo. Conocía demasiado bien a Henrey, y temía en silencio que sus pensamientos giraran en torno a Navier. Recé internamente para que no fuese eso.
En ese preciso instante, la criada que había enviado a hablar con Navier entró en la sala con pasos apresurados. Hizo una reverencia antes de hablar.
—Su alteza, Lady Navier me pidió transmitirle su respuesta respecto a las joyas.
Me enderecé, interesado.
—¿Y qué dijo? —pregunté con expectativa.
—Que lo que su alteza elija será lo que ella llevará con el vestido —informó con voz respetuosa.
Karl no perdió la oportunidad y soltó, casi al instante, con tono burlón:
—Lady Navier debe pensar que tienes buen gusto solo porque va a casarse contigo. Porque en lo que a moda respecta, Sovieshu, nunca has sido un experto.
Las risas estallaron en la sala: Ergi, Henrey, incluso Mackenna soltaron carcajadas que rompieron la tensión anterior. Todos menos la criada, que permaneció rígida, con la mirada fija en el suelo. Yo mismo sonreí de lado, negando suavemente con la cabeza.