El Retorno del Emperador

98.- Nada era como yo había creído.

[.SOVIESHU.]

La noche estaba tan silenciosa que podía escuchar el crujido de la grava bajo mis botas con cada paso que daba. Salí a los jardines traseros del palacio imperial en busca de aire fresco, intentando despejar la mente después de un día interminable de atenciones, banquetes y sonrisas forzadas. La brisa nocturna traía consigo un aroma tenue de lilas y rosas, un contraste casi insultante con el peso de mis pensamientos.

Avancé sin rumbo fijo hasta toparme con el laberinto de setos que se extendía como una obra maestra de orden geométrico bajo la luz de la luna. No sabía por qué, pero mis pies me guiaron hacia su interior. Quizá buscaba perderme, aunque fuera por unos instantes, en un lugar donde nadie pudiera encontrarme.

Mientras mis manos rozaban las frías hojas húmedas del seto, me interné más y más. Entonces, al doblar una de las esquinas, vi una silueta. Un joven de cabellos plateados se encontraba de pie, contemplando el cielo como si buscara respuestas en las estrellas. La imagen me resultó familiar de inmediato.

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Era el mismo joven que había visto entrar al banquete con Navier...

Al notar mi presencia, el muchacho se giró y, con una sonrisa cortés, se inclinó levemente.

—No esperaba encontrar a nadie a estas horas —murmuré, manteniendo el tono frío pero educado que me caracterizaba en público.

El joven alzó las cejas y esbozó una media sonrisa que brilló con un matiz extraño bajo la luz plateada de la luna.

—Lo mismo podría decir yo, alteza. El sueño me rehuyó esta noche, y decidí caminar un poco. No imaginé que toparía con usted aquí, en medio del silencio.

Asentí con un leve movimiento de cabeza, aunque mis ojos no dejaron de escudriñarlo. Había algo inquietante en su porte, algo que se escapaba a lo evidente.

—Curioso encuentro —comenté, intentando disimular mi incomodidad—. Aunque, si mal no recuerdo, no hemos tenido el honor de ser presentados formalmente.

El joven ladeó la cabeza, como si hubiera estado esperando ese momento, y con paso firme se acercó unos cuantos pasos más.

—Tiene razón, alteza. No hemos sido presentados —admitió con una sonrisa que se sentía demasiado segura para alguien tan joven.

Extendí mi mano hacia él, manteniendo la compostura.

—Sovieshu Vikt —me presenté con voz firme, como lo haría cualquier futuro emperador al encontrarse con un desconocido de noble cuna.

El joven estrechó mi mano con fuerza, quizá demasiada, y respondió con un dejo de satisfacción en la voz:

—Ian Seiran, del Clan Brell, de las tierras mágicas del norte.

Fruncí el ceño. Ese nombre no me sonaba en absoluto.

—Clan Brell... jamás había escuchado de esas tierras —repliqué con cautela, tanteando el terreno.

La sonrisa de Ian se ensanchó, pero no era la sonrisa inocente de un muchacho. Había algo calculado en ella, algo perturbador.

—Es natural, alteza —contestó con un tono cargado de ironía—. No es un lugar accesible para cualquiera.

Entrecerré los ojos y añadí con un deje de desafío en la voz:

—¿Y por qué razón sería así?

El joven inclinó la cabeza hacia un lado, sus cabellos plateados brillando bajo el resplandor lunar, y replicó con calma:

—Porque Zerpanya así lo ha decidido.

Mis músculos se tensaron al instante. Sentí un frío recorriéndome la espalda, helándome hasta los huesos.

—¿Perdón? —balbuceé, aunque sabía perfectamente lo que había escuchado. Quería creer que mis oídos me habían jugado una mala pasada.

Pero Ian sonrió con malicia, como si disfrutara ver mi desconcierto, y afirmó con voz firme:

—Escuchó bien, Alteza. Zerpanya.

Mi expresión cambió al instante; lo sentí en la tensión de mis labios, en el ceño que se me frunció solo. El aire en el laberinto se volvió más denso, como si incluso la noche hubiera retenido el aliento.

Ian entrecerró los ojos, estudiando cada matiz de mi reacción, y con un tono cargado de veneno formuló la pregunta que me dejó sin aliento:

—¿No me recuerda, alteza?

Mis pensamientos se agitaron como un mar embravecido. Lo observé con atención, pero nada en él me era del todo claro. Su rostro era joven, desconocido, y aun así había algo en su mirada que despertaba una punzada en mi memoria.

—No sé exactamente a qué te refieres —respondí, esforzándome por mantener el control de mi voz.

Fue entonces cuando él inclinó ligeramente la cabeza hacia adelante, y con una calma insoportable dejó escapar aquellas palabras:

—Soy el hijo de la mujer que mataste. ¿La recuerdas? Rashta.

Mis ojos se abrieron de par en par. Sentí un vacío en el estómago, como si me hubieran golpeado con fuerza en el pecho.

—Eso es imposible —articulé con rapidez, intentando ganar tiempo—. Rashta jamás ha tenido un hijo. Ella... ahora mismo se encuentra en el colegio Lienthal. No podría ser lo que dices.

Ian soltó una carcajada, una risa que no era la de un muchacho, sino la de alguien que disfrutaba de un secreto macabro.

—No hablo de esta vida, alteza —contestó con un brillo oscuro en sus ojos.

Antes de que pudiera replicar, una presencia se materializó detrás de él. La sombra misma pareció retorcerse y condensarse hasta formar la silueta de una mujer. Una figura que conocía demasiado bien, una que había aparecido en mis sueños, en mis pesadillas, en los rincones más oscuros de mis recuerdos.




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