[.SOVIESHU.]
Avancé por los corredores con pasos que resonaban como golpes huecos contra la piedra pulida. No era que quisiera verla... era que la necesitaba. Necesitaba verla a ella, a Navier. Después de lo que acababa de presenciar, después de descubrir lo imposible, lo absurdo, lo inconcebible... no había otra salida que acudir a ella. Mi mente ardía, mi corazón latía con furia, y todo en mi interior gritaba que debía asegurarme de que Navier seguía allí, de que aún estaba dispuesta a casarse conmigo mañana.
Me repetí en silencio, con rabia contenida: "El hijo de Rashta... ¿cómo era posible? ¿Cómo podía estar en este tiempo, en este lugar, y además aliado con Zerpanya? ¿Qué clase de trampa infernal era esa?".
Me detuve en seco, a mitad del pasillo. El aire frío me golpeó en el rostro, pero no logró apagar el incendio en mi pecho. Una idea me atravesó como un cuchillo: ¿y si no eran simples aliados? ¿Y si Zerpanya lo manipulaba, lo usaba como peón en un juego más grande, tal vez incluso fingiendo afecto, amor, algo...? Cerré los puños con tanta fuerza que sentí los nudillos crujir.
Elevé la vista. El pasillo que conducía a la habitación de Navier estaba iluminado por candelabros que lanzaban un resplandor cálido sobre los muros. Allí, al final, estaba su puerta. Respiré hondo, ajusté el ascot de mi cuello como si con ese gesto pudiera darme firmeza, y avancé con determinación. Iba a decírselo todo. No podía seguir ocultando la verdad. Navier era demasiado perceptiva, demasiado sensible. Me parecía un milagro que aún no sospechara de nada.
Levanté la mano para llamar a la puerta, pero entonces la escuché. Esa voz. Su voz. Un murmullo lento, casi un suspiro que heló mi sangre.
—Hola... Lord Vikt.
Me paralicé. No giré el rostro. No lo hice porque temí confirmar lo que mi mente me advertía. Rashta. La voz era inconfundible.
Un escalofrío recorrió mi espalda. ¿Cómo había entrado? ¿Quién la había traído hasta aquí?
Antes de que pudiera reaccionar, la puerta frente a mí se abrió con suavidad. Navier apareció en el umbral, sorprendida de verme allí. Su cabello brillaba bajo la luz de las velas, su piel parecía aún más luminosa, y sus ojos... esos ojos que tantas veces habían desarmado todas mis defensas.
—Alteza... —pronunció con un matiz de desconcierto—. ¿Qué hace usted aquí?
Yo iba a responderle, pero entonces Navier desvió la mirada hacia detrás de mí. Sus labios se entreabrieron con sorpresa.
—Rashta... —expresó ella con calma, aunque sus ojos no podían ocultar el asombro—. ¿Venías a buscarme?
No. No. No. No podía ser. Mi pecho se contrajo. Sin girarme siquiera, sin darle la mínima atención a la presencia que se confirmaba a mis espaldas, abrí más la puerta y crucé al interior de la habitación de Navier. La ignoré a propósito, como si al no mirarla pudiera borrar su existencia. Solo una pregunta taladraba mi mente: ¿cómo demonios había logrado entrar?
Escuché, con un hilo de voz, a Rashta hablar a mi espalda:
—Solo... solo quería agradecerle, Lady Navier, por el vestido...
La respuesta de Navier fue serena, como siempre, impecable.
—No tienes nada que agradecer —manifestó ella con naturalidad.
La puerta se cerró y quedamos los dos, en ese santuario que olía a flores secas y madera fina. Frente a la cama de Navier, mis ojos se posaron en el armario tallado, regalo de mi madre para guardar el primer vestido de Navier como miembro de la familia imperial. Allí, seguro, descansaba ahora el vestido que ella usaría mañana. La imagen me apretó el corazón con fuerza.
—¿Qué ocurre? —me interrogó Navier, su voz cargada de inquietud.
Dudé. Dudé de todo lo que unos minutos atrás había jurado decir. Mis pensamientos eran un laberinto sin salida.
Ella se aproximó, con paso suave pero firme, sus ojos buscándome como si intentaran arrancar la verdad de mi alma.
—¿Qué sucede? —insistió, ahora más preocupada.
Sin pensarlo, la atraje hacia mí. Una mano se posó en su cintura, la otra subió hasta su rostro. Necesitaba sentirla, tenerla cerca, como si su cercanía pudiera arrancarme de ese abismo.
—Navier... —susurré con voz quebrada—. ¿Sigues segura... de querer casarte conmigo mañana?
Ella me sonrió. Esa sonrisa... esa maldita sonrisa que me desarmaba siempre.
—Tan segura como sé que tú quieres estar conmigo —contestó ella con dulzura.
Se inclinó hacia mí, sus labios a punto de rozar los míos, pero giré el rostro y esquivé el beso.
Su mirada se tiñó de confusión, de herida, como si no comprendiera lo que acababa de ocurrir.
—¿Qué...? —musitó con incredulidad.
Tragué saliva. Mis manos temblaron sobre ella. No podía seguir callando.
—Tengo que confesarte algo, Navier... —pronuncié con una mezcla de miedo y decisión—. Algo que quizás... haga que cambies de opinión.