El Retorno del Emperador

100.- Entre la espada y el amor.

[.SOVIESHU.]

Salí de la habitación de Navier con el corazón hecho pedazos. No cerré la puerta con fuerza, tampoco quise dar señales de lo roto que me sentía por dentro. Caminé por el pasillo como un hombre condenado, con la espalda recta pero con el pecho ardiendo de miedo. Cada paso que daba resonaba en el mármol como si me acusara: la perdiste, Sovieshu, ya no quiere casarse contigo.

Me llevé una mano al rostro, intentando ocultar la humedad en mis ojos. No, no podía llorar ahora. No cuando en menos de veinticuatro horas debía convertirme en emperador... y en esposo. Pero lo único que podía imaginar era a Navier mañana, vestida de blanco, mirándome a los ojos frente a todos, y diciendo que no. Que no aceptaba. Que me dejaba plantado ante el imperio entero.

Mis pasos me llevaron sin darme cuenta hacia el pasillo de las habitaciones de los invitados distinguidos. Tenía la mente tan nublada que no pensé demasiado antes de detenerme frente a la puerta de Kosair. Toqué suavemente, y casi al instante escuché su voz grave desde dentro.

—Adelante.

Abrí la puerta y lo encontré sentado, con el chaleco desabotonado y los cabellos ligeramente despeinados, como si hubiera estado pensando demasiado. Al verme, arqueó una ceja.

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—¿A estas horas? —soltó con una sonrisa burlona—. No me digas que ya te corrieron de la habitación de tu futura esposa.

Tragué saliva y cerré la puerta tras de mí. Caminé unos pasos, hasta recargarme en el escritorio de su habitación.

—No exactamente... —murmuré con la voz rota—. Pero creo que Navier está enojada conmigo.

Kosair soltó una carcajada breve, seca, y alzó los hombros con sorna.

—Si la discusión fue tan fuerte como para que vengas aquí con esa cara de entierro, entonces puede que sí. Entonces... ¿Se cancela la boda? — Dijo de modo muy divertido.

Lo miré con fastidio, pero no tuve fuerzas para responderle con dureza. Negué lentamente, con una sonrisa amarga.

—No bromees con eso... No tienes idea de lo que estoy sintiendo ahora mismo.

Él me observó unos segundos, y aunque seguía con esa media sonrisa sarcástica, sus ojos mostraban una leve chispa de comprensión.

—No deberías preocuparte tanto —comentó, levantándose de la silla—. Navier te ama. Y no por un enojo va a dejar de hacerlo. Créeme, conozco a mi hermana.

Me llevé la mano al cabello, despeinándolo, incapaz de encontrar consuelo en sus palabras.

—Ojalá tengas razón.

Kosair caminó hacia su mesita de noche y, de pronto, me lanzó una mirada inquisitiva.

—¿Y tú cómo vas con Lysandra? — Pregunte con genuino interes.

Sentí que mi estómago se encogía con el simple sabor de ese nombre en mis labios. Aparté la mirada y fingí serenidad.

—Ni bien ni mal —respondío evasivo.

—Entonces deberías fijarte en alguien más —comenté, queriendo apartar el tema de mí y lanzarlo hacia él.

Él sonrió de lado, con esa picardía tan suya.

—Quizá ya lo hice —respondió.

Lo observé con curiosidad, intentando leer su expresión.

—¿Ya conociste a alguien más?

Kosair no respondió de inmediato. Caminó despacio hacia la mesita, donde descorchó una botella de vino y levantó dos copas.

—Algo así —musitó mientras servía. Me tendió una de las copas y bebí un sorbo, agradecido por el calor que el vino me dejó en la garganta.

Entonces, con voz ligera pero cargada de intención, comentó:

—Ayer, antes de entrar al banquete en honor a tu difunto padre, me encontré con una joven. Una muy guapa, por cierto. Cabellos plateados, ojos del mismo color, piel clara, y un porte que dejaba en claro que ha recibido educación en algún internado de señoritas.

El vino se me atoró en la garganta. Sentí el sudor frío recorrerme la espalda.

—¿Cuál era su nombre? —pregunté con cautela, temiendo la respuesta.

Kosair frunció el ceño, pensativo, mientras jugueteaba con la copa.

—Era algo raro... Rata... Rasta... Racia... Rara...

Mi corazón dio un vuelco.

—¿Rashta? —interrumpí, con la voz tensa.

Kosair chasqueó los dedos y sonrió.

—¡Eso! Exactamente. ¿La conoces? ¿Es algún familiar de la familia Vikt?

Apreté los labios. No podía decirle la verdad, no toda.

—Algo así —respondí tras unos segundos de silencio.

—¿Y qué significa eso? —insistió, extrañado.

Inspiré profundamente y solté la verdad a medias.

—Rashta... era una esclava. Ergi y yo la encontramos cuando estabamos en la gira de paz. La salvamos y desde entonces yo me encargué de meterla al colegio Lienthal. He pagado toda su educación.

Kosair se quedó inmóvil por un momento, y luego soltó una carcajada sarcástica.

—Jamás pensé que tú y Ergi tuvieran alma de salvadores.

Reí, aunque sin mucho ánimo, aceptando el golpe de su humor.

—No lo sé... No sé qué hace aquí. Se suponía que debía seguir en el internado.

Kosair me observó con detenimiento, hasta que ladeó la cabeza y preguntó:

—¿Navier no te dijo nada?

Fruncí el ceño.

—¿Decirme qué?

—Fue ella quien la trajo.

Lo miré, confundido, con el corazón acelerado.

—¿Cómo que ella la trajo?

Kosair bebió un trago de vino antes de explicar:

—En la cabalgata que hizo con las jóvenes que se postularon para ser sus damas de compañía, Rashta apareció de la nada en el bosque. Navier mencionó que parecía haber escapado, o algo así... Tenía el tobillo herido.




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