El Retorno del Emperador

103.- La boda más esperada. Parte I

[.SOVIESHU.]

El traqueteo del carruaje se fue apagando hasta detenerse frente a la catedral. Sentí cómo el mundo entero contenía la respiración conmigo. Corrí un dedo por el cristal de la ventanilla y, a través de ella, pude distinguir la multitud: aldeanos de todas partes de Oriente, campesinos con la piel curtida, artesanos con las manos aún manchadas de trabajo, madres abrazando a sus hijos pequeños. Algunos lloraban, otros agitaban flores en alto, todos gritaban mi nombre como si yo ya fuese emperador.

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Me dolió la garganta de solo tragar saliva. ¿Cuándo me había convertido en esta imagen? Yo, que en otra vida lo había arruinado todo. Ahora era la esperanza, la paz, el profeta del futuro que ellos ansiaban.

Las trompetas resonaron con un estruendo solemne. Esa era la señal. Mi madre giró el rostro hacia mí, sus ojos verdes brillaban húmedos, cargados de orgullo.

—Ha llegado el momento, hijo mío —expresó con voz firme, aunque noté un leve temblor escondido en ella.

Asentí, tratando de calmar la tensión en mis hombros.

—Lo sé, madre. —Mi voz sonó más serena de lo que me sentía por dentro.

El lacayo abrió la puerta del carruaje, y la luz del mediodía me golpeó de lleno. Tomé la mano de mi madre y descendimos juntos. Al hacerlo, el rugido de la multitud estalló.

—¡Viva el futuro emperador! ¡Gloria a Sovieshu! —clamaban a una sola voz.

Las lágrimas de algunos aldeanos se mezclaban con los pétalos blancos que caían sobre mí, lanzados por jóvenes que sonreían con inocencia, como si de verdad creyeran que yo podía cambiar el mundo.

La Guardia Imperial se mantenía firme a cada lado, con sus armaduras resplandeciendo bajo el sol, conteniendo a la multitud que buscaba acercarse. Y detrás de nosotros, vi cómo se desplegaba una formación perfecta: hombres de la Orden Transnacional de Caballeros, impecables, liderados por Kosair. Su sola presencia arrancó gritos aún más fuertes.

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Kosair avanzó unos pasos, se cuadró y me lanzó una mirada solemne.

—Todo está bajo control, alteza —aseguró con un tono grave y seguro—. Hoy no habrá sombras que opaquen este día.

Lo contemplé, y una chispa de gratitud ardió en mí.

—Confío en ti, Kosair —respondí, apoyando mis palabras con un leve movimiento de cabeza.

Mi madre me apretó el brazo con ternura, obligándome a regresar al instante.

—Escucha a tu pueblo, Sovieshu —susurró con emoción contenida—. Te veneran porque ven en ti algo más que un emperador. Te ven como su esperanza.

Mis pasos parecían pesar el doble, pero también me sentía elevado por esa fe que no merecía y que, aun así, me ofrecían. Caminamos sobre un sendero cubierto de pétalos. Las muchachas los lanzaban con manos temblorosas, y el blanco de las flores caía sobre mis hombros como bendiciones.

La enorme puerta de la catedral se abrió, y el aire cambió. Dentro reinaba un silencio solemne, apenas roto por el murmullo de voces contenidas y el eco de los pasos sobre el mármol.

El espacio era majestuoso: cúpulas altísimas, vitrales que derramaban luces de colores, columnas que parecían sostener el cielo. Y ahí estaban, todos.

Los reyes y reinas de cada reino del continente de Wilwol, alineados en filas solemnes. Vi a Ergi, sentado con un porte arrogante, representando a Bluhovan. Sus ojos me siguierón con detenimiento, como si buscara descifrarme.

Más allá, en el flanco occidental, estaban Warton III y Henrey. Hermanos, unidos en ese banco, aunque sus rostros reflejaban historias distintas. La mirada de Henrey se detuvo en mí por un instante, y juraría que en sus ojos violetas había una tormenta que luchaba por no desbordarse.

Y allí, en primera fila, distinguí a la madre de Navier. Erguida, serena, con un porte que hablaba de siglos de linaje y disciplina. Sus manos reposaban entrelazadas sobre su regazo, pero su mirada buscaba una sola cosa: a su hija.

Tragué saliva.

A los lados de la catedral, caballeros de la Orden Transnacional vigilaban con rectitud impecable, como estatuas vivientes, observando cada rincón, cada sombra. La solemnidad de su presencia daba aún más grandeza al evento.

Al fondo, frente a mí, estaba el obispo. Su túnica bordada brillaba bajo la luz de los vitrales, y sus manos sostenían el libro sagrado abierto. Su mirada era grave, paciente, como si llevara años esperándome.

Respiré hondo. Todo estaba saliendo perfecto. Todo. Menos mi corazón.

Ese maldito presentimiento.

"¿Y si no llega?", pensé.

El murmullo de la multitud que aguardaba dentro era un recordatorio constante de lo que significaba este día. No solo mi nombramiento imperial, no solo la boda. Era el destino del Imperio, del continente entero. Todos los ojos estaban puestos en mí. Y, sin embargo, lo único que yo quería ver era a Navier atravesando esa puerta, caminando hacia mí.




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