El Retorno del Emperador

104.- La boda más esperada. Parte II

[.NAVIER.]

El carruaje avanzaba despacio por las calles abarrotadas que conducían a la catedral imperial. Los vítores de la multitud llegaban como un murmullo lejano a mis oídos, pero dentro del carruaje, el ambiente era distinto: íntimo, sereno, casi solemne. Mi padre estaba sentado frente a mí, con las manos firmes apoyadas sobre sus rodillas y la espalda recta, como siempre. Sin embargo, cuando alcé la vista para mirarlo, no vi en él la rigidez de un duque acostumbrado al deber, sino el brillo suave de un orgullo puro, de un padre que estaba entregando a su hija al futuro que ella había elegido.

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Me sostuvo la mirada y sonrió apenas, con esa expresión que tantas veces había ocultado detrás de su carácter férreo.

—Hija —articuló con voz grave y pausada—, no habría podido elegir un hombre mejor para ti. Y no lo digo solo porque ahora sea emperador.

Sentí que mi pecho se estremecía. Lo miré fijamente, sin atreverme a interrumpirlo.

—Lo digo porque Sovieshu ha cambiado —continuó mi padre, con una convicción que me atravesó—. Porque vi en él a un joven impulsivo, pero hoy veo a un hombre que lleva el peso de una corona con dignidad. Un hombre que aprendió de él mismo, que encontró la forma de levantarse y volverse mejor. Eso, hija mía, es algo que pocos líderes pueden presumir. Y ese hombre... ese hombre es digno de ti.

Me ardieron los ojos de repente, y por más que quise contenerme, una lágrima se escapó, rodando lentamente por mi mejilla. Me incliné hacia él y lo rodeé con mis brazos, apoyando mi rostro en su hombro.

—Padre... —susurré, con la voz quebrada—. No sé qué habría hecho sin su guía.

Él me devolvió el abrazo, cálido, protector, como cuando era niña. Y entonces sonaron las campanas.

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Un estruendo solemne, profundo, que vibró en mis huesos y me recordó la magnitud del instante. Mi padre y yo nos apartamos lentamente, y con un asentimiento silencioso, comprendimos que había llegado el momento.

El carruaje se detuvo. El cochero abrió las puertas y, al bajar, un aire frío y perfumado por las flores me envolvió. La multitud nos esperaba afuera de la catedral, con rostros llenos de emoción. Aplaudían, gritaban mi nombre, agitaban pañuelos blancos en señal de bendición.

Respiré hondo, obligándome a mantener la compostura. Mi padre descendió conmigo, y juntos avanzamos hacia las enormes puertas de la catedral imperial.

Entonces, las trompetas resonaron. El eco metálico llenó el aire y dio paso a la entrada majestuosa de la filarmónica imperial. Los violines, los coros, los tambores, todo se unió en un clímax solemne. Y de pronto, la música cambió. La melodía nupcial emergió como una ola imponente, arrastrando con ella mi respiración.

Las puertas de la catedral se abrieron lentamente, revelando un pasillo interminable adornado con flores blancas y doradas, iluminado por candelabros que hacían brillar cada rincón como si estuviera bendecido por los cielos.

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Mis ojos buscaron instintivamente a Sovieshu. Y allí estaba.

De pie, al final del pasillo, esperándome. Vestido de blanco, radiante, con ese porte inconfundible que me hacía olvidar todo lo que había alrededor. Su cabello, negro como la noche, brillaba bajo la luz; sus ojos plateados me alcanzaron incluso a esa distancia, derribando cada muralla que yo había levantado a lo largo de mi vida.

Me giré hacia mi padre. Él me observaba con ternura y orgullo, y con un pequeño gesto de su cabeza me dio la señal que necesitaba.

Asentí en silencio, tragando el nudo en mi garganta.

Juntos dimos el primer paso.

El sonido de la música envolvía el lugar, los invitados se levantaron de sus asientos, pero yo no vi a nadie más. Ni rostros curiosos, ni nobles orgullosos, ni reyes extranjeros testigos de aquel día. No existía nada más que Sovieshu. Cada paso me acercaba a él, cada latido en mi pecho repetía su nombre.

Cuando finalmente llegamos al final del corredor, me detuve frente a él. Sovieshu me miraba como si yo fuera lo único que importaba en el mundo.

Mi padre me tomó suavemente de los hombros, me giró hacia él y me abrazó una vez más. Su voz se quebró apenas cuando murmuró:

—Te entrego lo más importante que tengo... a la niña de mis ojos, a mi princesa. Cuídala como nunca la han cuidado, Sovieshu.




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