El reino de Ayrea estaba desolado. Años de guerra habían acabado con la prosperidad que solía tener, décadas de esplendor fueron arrasados en poco tiempo dejando un rastro de sangre y muerte, convirtiendo Ayrea en un reino maldito.
Sin embargo, aún había una última batalla que se estaba llevando a cabo.
En el antiguo palacio imperial un hombre y una mujer luchaban por llegar al trono, dónde se encontraba una copa de oro deslustrada. Uno trataba de alcanzarla mientras la otra intentaba destruirla, el destino de la tierra de Scorchea dependía de quien lograra llegar a aquella copa.
La mujer, cubierta por una capa verde, corrió entrando al viejo palacio siendo perseguida por el hombre, vestido de azul marino, que trataba de alcanzara; al darse cuenta de lo difícil que sería se detuvo y sacó un medallón que hizo girar cuatro veces. Tras este movimiento una espiral de color rojo carmesí apareció y el hombre la lanzó hacia la mujer, ella dio media vuelta extendiendo el brazo soltando una bruma azul que rodeó aquella espiral deteniendo su avance y el hombre arremetió contra ella usando una vara de hierro negro, la cual fue frenada por una espada plateada sostenida por la mujer. Ambos intercambiaron movimientos hasta que repentinamente la guerrera se llevó una mano al pecho y cayó al suelo; en ese momento el hombre se adelantó, llegando al trono, y tomó la copa.
— ¡La tengo! — exclamó.
— No te sirve si no tienes su sangre— dijo la mujer volteando hacia él.
Para su sorpresa, el hombre sacó un frasco con un líquido rojizo y lo vertió en la copa. Una luz blanca lo rodeó todo y se escuchó un alarido de dolor que finalizó con un nombre:
— ¡Asten!