El Retrato De Noris

Capítulo II

Minutos después se encontraba inmerso en una experiencia completamente diferente: manejaba su vehículo por una de las calles más concurridas de la ciudad. Dentro de la cabina de su automóvil, una mezcla de aromas flotaba en el aire; el profundo y robusto olor a cuero nuevo de los asientos se combinaba armoniosamente con las notas cítricas y amaderadas de un aromatizante discreto, creando un fondo olfativo que, a su vez, era realzado por el rastro elegante de su propio y lujoso perfume, una fragancia que marcaba su presencia con sutil sofisticación.

Afuera, el paisaje urbano contrastaba drásticamente con la tranquilidad del interior del coche. Las personas caminaban de un lado hacia otro con una mezcla palpable de prisa y desesperación, mientras sus rostros reflejaban la frustración generada por el caos, ya que el transporte público no estaba trabajando con normalidad a causa de las manifestaciones que bloqueaban las principales arterias viales, algo que obligaba a miles de ciudadanos a abandonar las paradas y terminales. Esta forzada movilización en masa creó un denso y tumultuoso mar de cuerpos que llenaba las aceras y desbordaba las calzadas, fluyendo como una marea humana obligada a avanzar metro a metro bajo el sol inclemente, intentando alcanzar sus destinos perdidos a pie.

Decidido a sortear la marea humana, Elías aceleró un poco más para poder ganar tiempo, buscando la velocidad como una burbuja protectora. Su mirada se fijó rígidamente al frente, escaneando el asfalto y los laterales para estar atento ante cualquier obstáculo que pudiera aparecer en su camino. Por un instante, solo percibía en los costados cómo la realidad se desdibujaba: las sólidas edificaciones y las figuras apresuradas de las personas se tornaban borrosas y sin forma definida, simples trazos disueltos por la rapidez. La mole de cristal y cemento del centro comercial Las Tapias apareció fugazmente en su periferia, un faro de falsa normalidad antes de que el caos se manifestara.

Sin embargo, a pocos metros del semáforo que daba acceso al viaducto, la tranquila distorsión visual se rompió con violencia. La marea humana que caminaba a lo lejos estalló en un pánico instintivo: las personas corrían a toda velocidad, dispersándose en todas direcciones como pájaros asustados. El aire se hizo irrespirable, cargado con el olor químico y sofocante de las bombas lacrimógenas, que ascendían en densas columnas grises. Elías vio claramente las piedras que volaban en todas direcciones, impactando contra los escudos de los militares, quienes no dudaban en disparar perdigones sin piedad hacia la multitud, sumida en un ensordecedor clamor de gritos y sirenas.

La indignación le tensó la nuca. Elías frunció el ceño mientras pensaba, provocando que su mandíbula se apretara por la impotencia y la adrenalina. Pero quedarse atrapado allí era sucumbir al desorden. Con un rugido que superó el clamor de la calle, pisó el acelerador con una furia fría. El motor respondió con un latigazo de potencia, y el vehículo salió disparado en línea recta, abriéndose paso en el carril central y dejando el semáforo, el humo acre y la violenta contienda atrás, tragado por la necesidad imperiosa de escapar del infierno.

A medida que Elías se alejaba del punto de conflicto, la tensión en su pecho comenzó a ceder, y con ella, la cruda realidad circundante se fue desvaneciendo poco a poco. La imagen de los edificios desdibujados y el rugido del motor se atenuaron, dando paso a un escenario muy distinto, una memoria vívida que se abrió paso en su conciencia. De repente, se vio a sí mismo sentado en un pupitre, inmerso en la atmósfera de la Facultad de Arte de la Universidad de Los Andes. Se encontraba recibiendo una de sus clases, mientras la luz tenue de la mañana se filtraba por los grandes ventanales, cuando, de forma abrupta, unas fuertes detonaciones y gritos explotaron en los pasillos, estremeciendo los ventanales y las puertas del aula con una violencia sorda.

Elías miró con nerviosismo en todas direcciones. El profesor se detuvo a media frase y sus compañeros se apresuraron a ocultarse bajo sus mesas, buscando un refugio instintivo contra el ruido. Nuevas detonaciones retumbaron peligrosamente cerca del aula, haciendo que sus manos se estremecieran incontrolablemente, un temblor que se sincronizaba con el cabalgar frenético de su corazón. Repentinamente, se puso en pie a toda velocidad al ver que el resto de sus compañeros, presos del pánico, corrían desesperadamente en dirección a la puerta para unirse al caos que se había formado en los pasillos. Él no dudó; siguió el impulso, buscando una salida.

Se deslizó a las afueras del aula y se encontró de inmediato inmerso en una masa compacta de estudiantes que huían. Corrían en dirección contraria a un grupo de encapuchados que avanzaban sin prisa, pero con una intencionalidad aterradora, disparando al techo y las paredes. El pánico se intensificó cuando otros encapuchados comenzaron a lanzar bombas caseras cerca de la multitud que huía, obligando a algunos estudiantes a caer al suelo con tropiezos y empujones. Elías miró en todas direcciones con horror, buscando un hueco entre la muchedumbre, pero no había ninguna vía de acceso, solo el pasillo taponado por el miedo.

Estaba a punto de continuar al frente, siguiendo el flujo de la desesperación, cuando una nueva y potente explosión sacudió el pasillo. La onda expansiva provocó que dos chicas chocaran violentamente contra él, haciéndolo caer al suelo con un fuerte golpe que le robó el aliento. En el suelo, vulnerable, apenas podía sentir el paso de los pies que corrían a su alrededor, tratando de no pisarlo. Los gritos, la amenaza de los disparos y el pánico del caos poco a poco se fueron transformando en lejanos ecos huecos, atenuándose hasta desaparecer, mientras la imagen del asfalto y los edificios de la ciudad se materializaban nuevamente a su alrededor, trayéndole de vuelta, a la cabina de su automóvil.




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