A la mañana siguiente, la rutina se rompió por la necesidad de la partida. Elías caminaba por las afueras de su apartamento, no con la ligereza habitual de quien sale a trabajar, sino con el peso de la logística. Llevaba consigo unas cuantas maletas de viaje, perfectamente organizadas. En ellas había guardado, no sus trajes de antracita, sino sus atuendos más casuales, seleccionados específicamente para el clima y el ambiente rural al que se dirigía: pantalones de algodón grueso, camisas de lino más sueltas y chaquetas resistentes al frío andino. El volumen más significativo, sin embargo, lo ocupaba el arsenal silencioso de su antigua profesión. Había empacado su equipo de trabajo, una colección que no veía la luz desde hacía años.
El contenido de sus estuches era un inventario metódico de su destreza perdida: desde los pinceles más finos, de pelo de marta, hasta los más robustos, cuidadosamente enrollados para proteger las puntas; un sinfín de pigmentos en tubos con nombres extraños y exóticos; varias paletas de madera pulida, ahora impecablemente limpias; lienzos de lino enrollados y cebados; y hasta una lámpara de luz fría articulada, esencial para mantener la consistencia de color que lo había hecho famoso. Era un despliegue de materiales que complementaban el desarrollo artístico más exigente, una prueba tangible de que, a pesar de su caída, la Corporación Artemisa no solo valoraba su capacidad para diseñar logotipos, sino que ahora, por primera vez en mucho tiempo, lo obligaba a empuñar el pincel de verdad.
Elías detuvo sus pasos, llevando su mirada al frente, donde un vehículo de marca ejecutiva y color negro mate se encontraba estacionado, esperando. No era un coche común; la elegancia de su diseño era sutilmente opacada por la presencia de un logo que lo hizo estremecer. A los costados de la carrocería, justo debajo de las ventanillas polarizadas, se distinguía en plateado pulido el emblema de la Corporación Artemisa. El logo era un diseño de una complejidad minimalista y brillante: una "A" mayúscula estilizada, entrelazada con el perfil de un ojo de Horus, todo contenido en un círculo de proporciones áureas.
Aquel emblema no era solo una marca; era su primera creación corporativa y la piedra angular de su resurgimiento financiero. Elías lo había diseñado con una precisión obsesiva, logrando que el plateado pareciera metal líquido gracias a los sutiles gradientes de color y las sombras diminutas que había plasmado. Era un diseño hiperrealista que parecía tener relieve incluso en una superficie plana, un engaño visual tan perfecto que había cimentado su reconocimiento artístico en el mundo empresarial.
Se quedó inmóvil, observando el logotipo en el vehículo. Lo escudriñó como si buscara un defecto en su propia memoria. El recuerdo del día en que ese emblema nació se desplegó con nitidez, reemplazando el aire frío de la mañana con el ambiente climatizado de la torre corporativa. Acababa de salir del ojo del huracán del escándalo, y llegó a Artemisa por una cita organizada con la precisión de un cirujano. En el vestíbulo pulcro, donde el silencio se pagaba caro, conoció a Angélica Ortiz, quien en aquel entonces era la Jefa de Imagen Corporativa y la única empleada que no lo miró con una mezcla de curiosidad mórbida y desprecio.
-Señor Navarro, por favor, acompáñeme —le indicó Angélica con una voz mesurada, sin una pizca de juicio, abriendo el camino hacia una de las oficinas más discretas.
-¿Sí! -Respondió Elías con un tono nervioso.
Una vez sentados frente a una pared de cristal con vistas a la ciudad, el tono de la conversación se hizo estrictamente formal y profesional, por lo que Angélica no perdió tiempo en cortesías.
-El motivo de esta reunión es directo, señor Navarro. La Corporación Artemisa requiere una redefinición de nuestra identidad visual. La directiva ha decidido que el actual emblema es obsoleto y carece de la fuerza necesaria para el mercado global que estamos por dominar. Necesitamos un logo que no solo sea memorable, sino que también sea impactante, inolvidable y que transmita la precisión innegociable de nuestra empresa -Angélica inclinó la cabeza, su mirada era la de una negociadora que sabe lo que quiere- Todo el consejo de administración ha estado de acuerdo en una cosa, Elías: el talento que usted demostró en su... campo anterior, su capacidad para el hiperrealismo visual, es exactamente lo que necesitamos. Queremos que sea usted, y solo usted, quien lo diseñe. No nos basaremos en los rumores, sino en la calidad irrefutable de su técnica. Esperamos lo mejor de usted, señor Navarro. La tarifa es la que se discutió con el señor Velásquez, y solo será suya si el diseño es, en una palabra, perfecto.
Aquel primer contrato con Angélica y la Corporación Artemisa fue, irónicamente, la nueva catapulta para su crecimiento, aunque en una dirección que jamás había anticipado. No solo representó su renacimiento profesional dentro de un campo completamente nuevo, sino que fue la llave que le devolvió, y superó, la vida de lujo que su escándalo artístico le había arrebatado. Su talento, antes dedicado a la elevación cultural, ahora se aplicaba a la seducción corporativa, y el mercado respondió con voracidad.
Tras el lanzamiento del nuevo logo, el éxito de Artemisa fue fulgurante; la imagen visual, diseñada con esa perfección hiperrealista, se incrustó en la conciencia pública, posicionando a la empresa como el número uno en su sector. Para Elías, los contratos no tardaron en llegar: empezaron a caer como una lluvia torrencial de encargos de diseño, identidad de marca y campañas visuales para otras grandes industrias. En pocos meses, estaba ganando una suma de dinero que superaba con creces sus ingresos en la cima de su carrera como pintor. La traición a su arte había culminado en una prosperidad material inimaginable, sellando su compromiso con un mundo donde el genio era valorado solo por su rentabilidad.
El sonido sordo y amortiguado de una de las puertas del vehículo cerrándose de golpe lo devolvió abruptamente de sus recuerdos de avaricia y ascenso. La imagen del logotipo se desdibujó, y Elías regresó a la fría realidad de la acera. Vio cómo un hombre alto y corpulento rodeaba el auto con paso firme y medido, deteniéndose justo cerca de la maletera. La figura imponente del chofer era casi completamente oculta bajo un elegante traje de color negro, de un corte impecable y estructurado que acentuaba su musculatura.
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Editado: 16.11.2025