Finalmente, el sedán negro detuvo su ascenso. El chofer, con un movimiento profesional y sin esperar indicación, detuvo el motor y salió del vehículo. Elías lo siguió, abriendo su propia puerta y sintiendo de inmediato el aire frío y puro de la montaña golpearle el rostro. Se quitó las gafas oscuras, sintiendo la necesidad de absorber la luz difusa del mediodía. Su mirada recorrió el entorno con la minucia de un artista: estaban en un punto completamente desolado, la carretera continuaba serpenteando hasta perderse en la lejanía, alejada de otras casas de la zona y, sobre todo, del pueblo.
El chofer se dirigió de inmediato al maletero, abriéndolo para revelar la meticulosa planificación de Artemisa. Sacó las maletas de Elías y las cajas de equipo de arte, pero también una serie de cajas adicionales que contenían provisiones: paquetes de alimentos no perecederos, un juego básico de utensilios de cocina y botellas de agua. La Corporación no dejaba nada al azar, ya que su aislamiento estaba garantizado. El hombre corpulento comenzó a hacer los primeros viajes, llevando las pesadas maletas de Elías hacia la entrada.
Mientras tanto, Elías evaluaba su nuevo hogar temporal. La casa era una construcción de dos pisos, de estilo rústico pero robusto, con paredes de ladrillo visto y tejado oscuro. Un gran jardín se extendía al frente, delimitado por pequeños muros de piedra apilada que protegían el terreno de las laderas. La vegetación era exuberante; helechos gigantes y árboles de montaña crecían libremente, haciendo que la casa pareciera mimetizarse con el entorno. La soledad del lugar era palpable, solo rota por el susurro del viento entre los árboles.
El silencio era casi total, reforzado por el ambiente frío que caracterizaba esa altitud. Elías percibió que la casa había sido elegida precisamente por su ubicación: un búnker estético perfecto para la discreción y el trabajo concentrado. Allí, en La Macana, solo existía él, el lienzo y la oscura tarea que le había sido encomendada. Se dirigió hacia la entrada, siguiendo al chofer, listo para empezar el trabajo que le devolvería a la vida.
Elías atravesó la pequeña reja de madera que marcaba el acceso a los jardines, adentrándose en el terreno. El estrecho camino de lajas serpenteaba entre la densa vegetación, guiándolo en dirección a las escaleras de la fachada principal. Subió cada escalón lentamente, permitiéndose continuar admirando a detalle la enorme estructura de la casa rústica, cuyo aislamiento solo incrementaba su encanto. Estaba genuinamente fascinado con la imagen de solidez que proyectaba. Al llegar al umbral, se acercó a la pesada puerta de madera y, sin pensarlo dos veces ni perder tiempo, la abrió de un tirón.
Al ingresar, Elías quedó completamente paralizado en el umbral. El interior de la casa era un estudio de calidez rústica y lujo discreto. La decoración era dominada por la madera pulida de tonos oscuros, presente en los pisos de parquet, las vigas expuestas del techo y el revestimiento de las paredes, creando una atmósfera de cabaña de montaña elevada a la alta costura. Las alfombras tejidas y los muebles de cuero complementaban la belleza. Sin embargo, no fue solo el esplendor de la decoración lo que lo detuvo, sino una extraña y penetrante sensación que se apoderó de su cuerpo al instante.
Una tensión muscular inmediata lo recorrió, comenzando en la base del cuello y extendiéndose por sus hombros. Simultáneamente, un frío gélido e inexplicable pareció emanar de las profundidades de la casa, a pesar de que la luz natural llenaba el espacio. No era el frío normal de la montaña; este era un frío que se sentía vivo. La sensación se extendía en todas direcciones, sofocante y palpable, envolviéndolo en una capa de incomodidad que contrastaba con la acogedora madera.
Elías cerró los ojos un momento, intentando racionalizar la experiencia, pero el instinto era más fuerte que la lógica. Era como si algo o alguien lo estuviera observando intensamente desde las cercanías, oculto en la penumbra de algún rincón. No era una simple paranoia; la sensación era tan nítida que la percibía casi como una presencia física. Era una vigilancia silenciosa, fría y persistente, y fue una sensación que, por el secretismo que manejaba, no le agradó en lo absoluto.
Permaneció inmóvil, rígido y erguido, como si se hubiera convertido en un objeto más de la decoración. Sus ojos, se desplazaron con minucia por cada rincón de la sala principal, buscando frenéticamente la fuente tangible de aquella opresiva presión visual. Pero, en medio de su inspección, recordó la información clave: se le había asegurado que la casa estaba completamente sola, sin ningún personal ni ocupante. Aquel pensamiento racional, lejos de calmarlo, solo sirvió para estremecerlo un poco más.
Elías seguía petrificado, intentando descifrar la fuente de su malestar, cuando el sonido amortiguado de pasos sobre las escaleras de madera lo hizo sobresaltar violentamente. Se giró para ver al chofer, que se acercaba despacio con las últimas cajas.
-¡Señor! -Dijo el hombre, con su voz profesional- ¡Es hora de que me retire!
-¿De qué te retires? ¡No entiendo por qué! -Dijo, sin disimular su confusión ante el inminente aislamiento.
El chofer, visiblemente desconcertado por la reacción, le dedicó una mirada de confusión.
-Señor, yo solo debía traerlo sano y salvo a este lugar y asegurarme de que todo estuviera dispuesto para usted. Pero no tengo autorización de quedarme, ya que debo seguir con mi trabajo en la empresa.
-No…ese pequeño detalle no me lo dijeron -articuló, sintiendo como la sorpresa se mezclaba con la frustración.
-¡Entiendo! -Respondió el chofer, buscando la disculpa- Pudo que haya sido un pequeño error, ya sabe cómo es todo en la empresa.
-¡Sí, tiene razón! -Asintió Elías, resignado.
-Cada semana vendrá una persona del pueblo para dejarle suministros en la puerta. Él solo tiene autorización de llegar hasta aquí, no de ingresar a la casa. Así que dejará las cosas y se irá.
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Editado: 16.11.2025