Elías sintió cómo un escalofrío de terror puro le erizaba la piel descontrolablemente desde la nuca hasta los pies. Aquella voz espectral, tan íntima y helada, le generó un pánico tan agudo que casi le paraliza el corazón en el interior de su pecho. La sensación era como si una aguja de hielo se hubiera clavado en su oído interno. Sin poder detenerse a procesar el pensamiento racional de huir hacia la carretera, reaccionó con una desesperación instintiva e ilógica. Sin darse cuenta, corrió a toda velocidad en dirección a la casa, el único punto que su mente en pánico asoció con un refugio. Subió los escalones del porche de un solo salto e ingresó a la oscura y fría sala.
Se detuvo en seco, con un jadeo entrecortado, al darse cuenta del error que había cometido: había corrido directamente hacia la fuente de su terror. Miró en todas direcciones con nerviosismo, buscando desesperadamente cualquier rastro de su peludo amigo, pero no había ni un sonido ni una señal del perro. Cuando intentó girarse para regresar al jardín, la pesada puerta de madera a sus espaldas comenzó a estremecerse lentamente, como si estuviera siendo movida por una mano invisible. Con un estruendo seco, la puerta se cerró de un portazo, sellando su huida e impidiéndole salir. Elías quedó cautivo en el interior de aquel gélido silencio, como un prisionero de la casa y de la presencia invisible que lo había recibido horas atrás.
La mente de Elías, buscando desesperadamente un anclaje para dar sentido a lo irreal, lo lanzó al mundo conocido del horror fílmico. Repentinamente, se vio sumergido en el recuerdo de aquella película de terror, "La Casa de Cera", donde los personajes estaban atrapados en un desolado pueblo, aislados y siendo cazados por un asesino metódico. El pánico se intensificó al superponer su situación con una de las escenas más escalofriantes de la película.
Recordó la escena en que uno de los protagonistas se encontraba escondido, acorralado en la oscuridad, sabiendo que el asesino estaba justo al otro lado de una puerta que no podía abrir. Esa sensación de vulnerabilidad extrema, de ser un ratón atrapado y estudiado antes del golpe final, era la misma que lo invadía ahora. Se sentía observado desde cada rincón de la sala de madera, como si las propias paredes fueran ojos, y el silencio gélido no era el de una casa vacía, sino el de un depredador esperando el momento oportuno para manifestarse de nuevo.
La analogía era perfecta y aterradora: él era la presa, atrapado en un lugar desolado por la mano de la misma entidad que lo había enviado allí, la Corporación Artemisa. El portazo que selló su destino no fue casualidad; fue el sonido final del cierre de su trampa. En ese momento, Elías supo que el miedo más grande no era la silueta de la mujer o la voz en su oído, sino la certeza de que su aislamiento en La Macana había sido diseñado para convertirlo en el personaje principal de un horror muy real.
La idea, tan perturbadora como irresistible, se instaló en la mente de Elías: ¿Y si todo esto, desde el aislamiento hasta la presencia fantasmal, había sido orquestado por la propia Corporación Artemisa? ¿Y si este encargo no era un proyecto artístico, sino un juego macabro y planificado diseñado para hacerle pagar, de una manera cruel y psicológica, todo lo que había hecho en su pasado? El pensamiento lo hizo actuar de inmediato. Clavó la mirada en las esquinas, el techo y las molduras, buscando desesperadamente cámaras ocultas o micrófonos que confirmaran la vigilancia. Pero no encontró nada. Con un esfuerzo consciente, movió su cabeza de un lado a otro, intentando despejar su mente de aquellas ideas absurdas.
-¡No! -Se dijo con la autoridad de su experiencia corporativa, ya que una empresa tan prestigiosa, seria y hermética como Artemisa no jugaría con algo tan pueril y arriesgado.
Justo en ese momento, un fugaz y devastador recuerdo se abrió paso. Recordó las palabras frías y proféticas de su madre, dichas con una solemnidad inquebrantable, que ahora adquirían un significado literal: todos los errores cometidos durante todos esos años lo conllevarían a pagarlo caro, ya que todo tiene su precio. Le había advertido que lo que había hecho lo alejaría por completo a un lugar desolado, un sitio sin retorno, donde finalmente moriría solo y caería en el olvido.
Apenas Elías logró convencerse de la improbabilidad de su teoría, el gélido silencio de la sala se rompió con un nuevo y devastador evento. En el centro del salón, la sombra bajo la mesa de centro comenzó a moverse. No era una sombra que se alargaba por la luz, sino una masa oscura y autónoma que parecía arrastrarse lentamente sobre el pulido piso de madera. Simultáneamente, todas las lámparas y bombillos de la sala parpadearon con violencia, como si estuvieran a punto de explotar, sumiendo el espacio en un terrorífico ciclo de luz estroboscópica y oscuridad profunda. El aire se hizo pesado, casi irrespirable, y el olor a humedad de montaña fue reemplazado por un acre y nauseabundo olor a carne en descomposición.
Elías observó con horror absoluto cómo la sombra se detenía y ascendía rápidamente, tomando la forma imprecisa y ondulante de una columna de negrura pura justo en el centro del salón. La temperatura de la habitación cayó bruscamente a niveles insoportables, y Elías sintió que la fuerza invisible lo estaba apretando por los costados. Su mente gritó un solo impulso: huir. Sin pensarlo dos veces, la lógica se rindió al pánico. Se giró y salió disparado de la sala, sus pies apenas tocando el suelo de madera.
Corrió sin rumbo, tropezando con una silla, hasta que llegó a la cocina. Su mirada, frenética, se posó en el bloque de cuchillos de acero que reposaba sobre la encimera. Sin vacilar, agarró uno de los cuchillos más grandes, sintiendo el frío y tranquilizador peso del metal en su mano. Con su única arma en alto, se deslizó rápidamente hacia un rincón oscuro, ocultándose detrás de una columna de madera maciza, la respiración acelerada y el cuchillo listo para defenderse de lo que sea que estuviera persiguiéndolo desde la sala.
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Editado: 16.11.2025