El director Stuart descansaba plácidamente sobre un asiento de piel, mientras un cerro de documentos pendientes por revisar, aprobar o rechazar en frente suyo, esperaban de su atención. Él ni siquiera les dirigía la mirada, estaba muy ocupado contemplando una fotografía en la que figuraba el rostro de una pequeña. Justine le recordaba demasiado a su hija por su inocente carita y sus bellos ojos de cielo. En aquella foto, Katherine se veía feliz, un pequeño instante de lucidez y alegría tan solo unos meses antes de morir de aquella espantosa manera. Cuando todavía jugaba con lagartijas y reía sin razón aparente.
—La vida es muy injusta —decía para sí mismo mientras recordaba a su pequeña.
Si tan solo hubiera imaginado que su hija iba a tener tan poco tiempo de vida, si hubiera prestado más atención a lo que pasaba a su alrededor… él hubiera sido sin lugar a dudas un mejor padre; pero Katherine solo estuvo de paso, solo fue un instante fugaz que iluminó la penumbra de sus días por unos breves momentos. Momentos felices. La vida no da segundas oportunidades, la vida no espera a que las personas reconozcan sus fallas y las corrijan. La vida sólo arrebata y destruye dejando a su paso grandes lecciones sin sentido, sufrimiento y pesar.
En Justine veía a esa niña traviesa, capaz de conquistar el mundo con una sonrisa. Desde el momento en el que la vio por primera vez, vendiendo periódicos en el parque, supo que merecía las oportunidades que niñas como Katherine simplemente no pudieron tener. Por ello, inventó el programa de becas y aceptó a esa niña en un colegio tan costoso. La situación económica y la clase social no debían condicionar la superación de ningún niño, al menos si estaba en sus manos evitarlo.
El hombre estaba hundido en sus pensamientos y recuerdos, cuando escuchó los gritos provenientes de la oficina contigua. Se levantó de forma veloz de su asiento, golpeándose con algunas cosas a su paso, debido a su corpulenta figura, y salió de su oficina dirigiéndose hacia el consultorio psicológico, para saber lo que pasaba. Entonces vio a Justine salir despavorida, gritando aterrada y huyendo del lugar.
—¿Qué está pasando aquí, James? —exclamó al entrar por la puerta que Justine había dejado abierta—. No tenías que asustar a la niña. ¿Qué le hiciste?
El psicólogo todavía estaba perplejo, no sabía qué había salido mal en la sesión. Solo miraba el teléfono que tenía en las manos, en el cual se encontraba toda la evidencia de lo sucedido. Solo trataba de recrear en su mente cada una de las acciones de Justine, para deducir el fallo eminente
—¿No me estás escuchando? ¿Qué le has hecho a Justine?
Los gritos del director hicieron que James volviera en sí.
—No le he hecho nada director, se lo juro —contestó nervioso.
—La niña solo estaba jugando con ratones, solo fue una pequeña travesura. Tú y la señorita Paulette están exagerando con sus paranoias.
—Director Stuart, yo...
—Quiero que dejen en paz a Justine, se acabaron las sesiones con ella, ¿entendido?
—Pero… tiene que ver esta grabación.
—No quiero ver nada, James. La niña tiene muchos problemas, lo sé, pero eso no significa que esté loca o enferma —sentenció. Ya estaba harto de aquel tipo de ideas.
—Necesito seguir estudiando su caso. Ella no…
—¿No te ha quedado lo suficientemente claro, James? Creo que necesitas la tarde libre para pensar y reflexionar. Por favor, retírate.
James no podía creer que el director lo estuviera enviando a casa de esa manera, pero se limitó a obedecer. Recogió sus cosas, entre ellas los dibujos de la niña, que guardó con recelo en su portafolio, para luego enfrentarlo.
—No entiendo la razón de lo que hace director Stuart, yo solo estaba haciendo mi trabajo —susurró al coger su portafolio con desgana.
Stuart no cambió de opinión, no creía que Justine estuviera loca por una simple travesura; así como nunca creyó que Katherine padecía de algún tipo de enfermedad.
James Hooke, bajó la cabeza y salió de su oficina sintiéndose un completo intruso en su propio espacio. No había podido cambiar ese horrible color mostaza de las paredes por uno más acorde a su profesión, no podía elegir las cortinas o el mobiliario y ahora, sus evaluaciones habían sido interrumpidas, cuestionadas y hasta suspendidas por la misma persona que le había dado esa oportunidad.
Empezó a caminar a paso veloz por toda la escuela, apretó los puños y la mandíbula. Su respiración era cada vez más densa y podía sentir como la sangre empezaba a hervirle por dentro. Sentía como la impotencia y la humillación golpeaban su rostro y destrozaban su orgullo.