El revolotear de los cuervos

XXIII

Ráfagas de pensamientos transitaban por la mente de Christine. Habían pasado tres meses desde que sufrió el infarto, y cada día estaba más deprimida. Para su fortuna o desgracia, Santiago la había llevado a tiempo al hospital. Luego de pasar un par de horas en urgencias, lograron restablecer su salud, pero no su autoestima. Hacía las cosas por pura inercia, llevaba a Justine al colegio, compraba comida y apenas se paraba por las oficinas de “La vid de la vita”. El resto de su tiempo la pasaba encerrada en su cuarto, con las cortinas corridas y las luces apagadas.

Al principio lloraba, luego, las lágrimas simplemente se secaron. Lo único que quería era dormir, dormir y olvidar lo absurda que era su vida, mientras esperaba el remate final. Cuando llegaba Santiago o tenía que pasar por Justine, sacaba sus mejores dotes de actriz y sonreía como si nada estuviese pasando. Nadie sospechaba que, dentro de su ser, la depresión la estaba matando lentamente.

—¿Puedo quedarme con papá en el taller? A veces extraño mi antigua casa —inquirió su sobrina a unas cuantas manzanas antes de llegar al colegio.

Se había roto una máquina y Santiago había anunciado que no llegaría a dormir para poderla reparar. Eso rompía con la monotonía de sus últimos días, si Justine decidía pasar el resto de la tarde y la noche con su padre, le daba más tiempo para hundirse y eso no le gustaba. Se removió intranquila en el asiento del auto, después de estacionarse frente al colegio. Movió la cabeza en señal de negación, sacudiendo su cabello húmedo y sin peinar. Su sobrina, por el contrario, tenía el cabello recogido en una coleta y lucía impecable.

—No creo que a tu papito le guste la idea. Tu antigua casa ya no es tan acogedora como antes, ahora es un taller y no hay demasiado espacio para quedarse a dormir.

—Seguro que a él no le importará. Últimamente no he tenido la oportunidad de pasar tiempo con él —dijo, manipuladora—, hasta podría ayudarlo a pasarle las pinzas y los tornillos.

—Bueno, vengo por ti a las dos y vemos qué dice Santiago, ¿te parece?

—Gracias, tía Christine.

Bajó del auto y antes de cerrar la puerta con un fuerte golpe y de darse cuenta que estaba ahí, se atrevió a darle unas palabras de aliento a la mujer de rostro deslavado y mirada triste, que descubrió frente a ella. Llevaba días así.

—Ti-ti-tienes que hacer algo que re-realmente te apasione, Chris.

«¿Qué diablos fue eso Justine?».

Se alejó en dirección a la entrada de la escuela sin importarle mucho que la voz protestara, dando pequeños saltos de felicidad, al haber hecho su obra buena del día. Christine la miró anonadada, no esperaba un consejo de parte de una niñita, mucho menos que la llamara tía. Todo le pareció muy extraño, pero apenas notó la diferencia en cómo aquellas inocentes palabras salieron de la boca de su sobrina.

Después de un ajetreado día en que Justine sintió pena por como Ximena parecía una pasa en su asiento y contempló a su rubia y obstinada profesora, mirarla con odio entre sus aburridas enseñanzas, llegó la hora de visitar a su viejo amigo, Hooke.

—Hola, Justine. ¿Cómo ha estado mi paciente favorita?

James Hooke había aprovechado muy bien todos esos meses, invirtiendo dos veces por semana, una hora completa en ella. Había hecho anotaciones de cada uno de sus comportamientos, pero cada vez parecía más confundido.

—Triste, James. ¿Sabías que la depresión es una mala consejera?

—¿Estás deprimida, Justine?

—No, para nada —miró sus zapatos y movió sus pies mientras sonreía.

—¿Tú podrías detectar si alguien está deprimido, James?

Odiaba las sesiones en que la niña parecía tener el control de las preguntas, pero trataba de seguirle la corriente con tal de obtener pruebas que confirmaran alguna de sus teorías.

—¿Conoces a alguien deprimido? Tal vez pueda ayudarlo.

—No sé.

Silencio, minutos enteros observándose el uno al otro sin parpadear y sin decir ninguna palabra. A veces dudaba de su capacidad como psicólogo, o si de verdad estaba avanzando hacia alguna parte con ella. Esa niña lo sacaba de quicio.

—¿Por qué no me cuentas sobre tu amiga Chabelín? —preguntó al intentar recuperar el control. Ella ya le había hablado de aquella mujer que vivía con su madre. Estaba loca o algo por el estilo y supuso que algo tenía que ver con el comportamiento de la niña, por lo que quiso indagar más sobre el asunto.



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En el texto hay: muerte, sangre, problemas mentales

Editado: 05.08.2018

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