El revolotear de los cuervos

XXVI

Un graznido se escuchó y el parabrisas del automóvil se partió en mil pedazos bajo las patas del animal. La niña que había permanecido observando la desolada imagen que provenía de una escuela sumergida en un caos total, apenas tuvo tiempo de girar su rostro y ver como el asqueroso cuervo había roto el cristal. Ni siquiera pudo gritar, abrió mucho los ojos y todo empezó a pasar frente a ella como en cámara lenta.

Pudo apreciar cada fino y diminuto fragmento de vidrio flotar en el aire sin tocar su rostro, y el ave abriendo su pico en dirección a su nariz. Era el cuervo más agresivo que había contemplado, sus ojos revelaban un odio que ella podía palpar y le erizaba la piel. Otros dos cuervos llegaban aleteando y se posaron sobre el cofre del auto; el viento que provenía de sus alas parecía remover el cabello de la niña que lo llevaba ligeramente suelto, y decorado con un moño azul como diadema.

Justine se quedó quieta, pensaba que pronto sería devorada por aquellas aves de alas negras. Otro graznido, uno más agudo, casi como un chillido provino del pico del ave que tenía en frente. Justine apenas pudo llevarse las manos a los oídos, todas sus extremidades parecían estar entumecidas, como congeladas, le dolían. Los vidrios cayeron muy rápido sobre ella y el resto del vehículo quedó empapado de pedacitos de cristal, ya no era lento, sino todo lo contrario. Las tres aves caminaron decididas hacia ella, sus pasos eran firmes y producían un estruendo parecido a los truenos de la noche anterior. Un graznido más fuerte quedó suspendido en el aire y el aliento fétido resoplando sobre su rostro, le indicaban que el animal estaba justo frente a ella, pues tenía los ojos cerrados, apretando los parpados con vigor; no recordaba el momento exacto en el que cerró los ojos. Entonces un portazo se escuchó y le provocó un susto.

—¡Esta escuela es increíble! —exclamó Christine acomodándose en su asiento y al instante todo se desvaneció como si fuera una pesadilla.

No estaban los cuervos, ni los miles de cristales en el auto y el parabrisas estaba en perfectas condiciones. Christine se colocó el cinturón de seguridad sin prestarle la menor importancia a la cara de pavor que tenía su sobrina

—No han sido capaces de explicar lo que pasó, pero sí de suspender las clases de nuevo —mintió. Escuchó a uno de los reporteros decir lo que había pasado. La maestra de Justine estaba muerta, pero no sabía cómo decirle aquello a la niña. Encendió el auto y la miró— ¿Qué tienes Justine? Estás muy pálida.

Estaba atónita y confundida.

—¿Justine?

«Pálida estará ella, cuando le arranques la vida».

Entonces la niña reaccionó y negó con la cabeza, sin dejar de mirar hacia sus manos, movía sus pequeños dedos nerviosos e inquietos frotándolos unos con los otros. Christine no lo notó.

—Es mejor que nos vayamos a casa, o mejor aún, ¿qué te parece si visitamos a tu padre?

Pasaron no más de veinte minutos cuando el auto se detuvo frente a la vieja bodega, que ya habían adaptado como local de la recicladora. Estaba cerrado.

—Qué raro —musitó Christine.

Ambas bajaron del vehículo, y justo cuando Christine iba a tocar la puerta de madera, Justine sacó por debajo de una maseta la llave que de inmediato abrió el cerrojo de la entrada. Entraron sin hacer mucho ruido, cerrando la puerta con sumo cuidado. Todo el lugar estaba en silencio, un silencio abrumador.

—Quédate aquí —ordenó a oídos de la niña.

Estaba oscuro y solo se distinguían sombras por todas partes. Había cajas apiladas una sobre otra formando grandes torres, al igual que algunas máquinas y bolsas de basura regadas por el suelo.

Christine caminaba descalza y de puntitas, merodeando por el lugar hasta dar con su hermano, estaba en un rincón sentado a la mesa, una botella de whisky y dos vasos sobre la misma, uno de ellos, medio lleno. Santiago tenía los codos recargados sobre la madera y las palmas de sus manos cubrían su rostro.

—Te he fallado Justine, una vez más te he fallado —espetó el hombre.

Christine abrió mucho los ojos, pero su asombro quedaba oculto entre la oscuridad, y en cuanto ella dio un paso hacia su hermano para intentar consolarlo, alguien tocó a la puerta. Christine se movió con agilidad para ocultarse, pues hasta en ese momento cayó en cuenta que en la mesa había no uno sino dos vasos. Se preguntó a quién estaría esperando y se horrorizó con la única posibilidad que se le venía a la cabeza. También pensó en la niña que dejó casi en la entrada, pero se tranquilizó al ver pasar a Santiago junto a donde ella estaba sin sobresaltarse. La niña también se había escondido.



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En el texto hay: muerte, sangre, problemas mentales

Editado: 05.08.2018

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