El revolotear de los cuervos

XXVII

Estaba gastando más dinero del que tenía, pero se repetía a sí mismo que valía la pena. Las flores en el velorio de la señorita Paulette eran hermosas, jazmines, los mismas que le llevaba con cariño a su esposa cada fin de mes. Fue una ceremonia pequeña, en la sala de usos múltiples de la misma escuela. Asistieron la mayoría de los maestros, y algunos padres de los alumnos junto con sus pequeños para despedir a su profesora. La policía también estaba ahí, un agente con un rango bajo que aspiraba subir de puesto y que no se tragaba la idea de que la mujer se hubiese suicidado con un corte limpio en el cuello. Era joven, ávido por vivir y terco como la misma muerte. No llevaba uniforme y se perdía con la multitud de desconocidos que se acercaron al lugar, observando desde lejos.

Charles Stuart se acomodó la corbata negra y subió al estrado. Miró los pálidos rostros de los presentes, sin encontrarse con la pequeña Justine, que por un momento vino a sus recuerdos. Dio un discurso memorable sobre la vida, sobre lo bello que era respirar, sobre la depresión y la muerte. Todos guardaron silencio. Habló de Paulette como si se tratara de un ser muy querido para él, pensaba que al menos esa mujer merecía esas palabras, ya que por más que estuvieron buscando, no hallaron ninguna familia que extrañase su ausencia. En los expedientes había nombres y teléfonos falsos, nunca hablaba de su padre, su madre o su abuela, y ni siquiera tenía en su celular algún contacto para avisar en caso de emergencia, eso era demasiado triste. Terminó su discurso, que a su punto de vista fue conmovedor, y cuando estaba a punto de bajar del podio, vio entrar a su viejo amigo Adam Harrington acompañado de la guapa tía de Justine, que apenas había reconocido. Justine no venía con ellos.

Christine no estaba segura de estar ahí, odiaba los funerales, sobre todo después de haber enterrado a ambos padres, pero Adam la convenció. Ese hombre la podía convencer de muchas cosas, cosas que en su mayoría, le gustaban. Se sonrojó al recordar. Ni siquiera había puesto un pie en la empresa de vinos, había apagado el celular, o era que ni siquiera le importaba ponerlo a cargar en la noche porque no tenía tiempo.

Sin embargo, ahí estaba de regreso, dos días después de haberse marchado con la intención de hacer algo por su vida e intentar llevar sus trabajos artísticos a un museo aledaño, de la mano del hombre que la volvía loca. Fueron un par de días extenuantes, tal y como se hubiese imaginado una luna de miel apasionada, sin todo el compromiso del matrimonio, pero sí los placeres que conllevaba; el éxtasis paradisiaco se vio interrumpido por una noticia en el televisor que los había traído de vuelta, incluso a Adam que se había prometido no volver.

Adam tomó asiento en una de las sillas al final de la sala, llevaba de la mano a Christine. La mujer se veía extremadamente guapa con el vestido nuevo que le había comprado, no porque no se hubiese visto linda usando sus camisas al pasearse por toda su casa o desnuda bajo sus sábanas, simplemente ella era hermosa. Quiso concentrarse a lo que había ido, buscó a Santiago, o a Justine con la mirada, pero no había rastros de ninguno, solo se encontró con su viejo amigo Charles que también lo miraba.

James Hooke le arrebató el micrófono al director, que apenas tuvo tiempo de reaccionar y subió al podio, frente a todos los presentes. Las personas que solo habían ido por el cotilleo supieron que en ese momento quedarían satisfechos.

—Paulette Roberts, la profesora linda y carismática de los Converse de colores —empezó con el discurso—. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué ella se quitaría la vida? —apenas podía creer que esa era causa que determinó la policía—. Si tan solo hubiese insistido en que me acompañe a comer, si tan solo me hubiese quedado a acompañarla… pero ella tenía exámenes que calificar. ¡Exámenes! —suspiró, ahogando un sollozo antes de culminar con lo que tenía que decir— La verdad es que pocos la extrañarán tanto como yo…

Guardó silencio y pegó su frente al micrófono, el director Stuart subió y lo ayudó a bajar apoyado en su brazo. Después de su breve y sentimental intromisión comenzó a llorar como un niño y su madre Mariel lo abrazó, le rogó que se fueran pues todos los presentes no dejaban de mirarlo y de murmurar, pero él negaba con la cabeza, repitiendo el nombre de Paulette apenas audible.

—¡Patético! —musitó un hombre de apenas unos veinte años que estaba a un lado de Adam. Venía vestido con un traje color café de gamuza con parches azules que se veía muy desgastado, unos jeans y zapatos de vestir viejos.

—A mí me parece que tenía algún tipo de relación con la occisa —respondió el suspicaz Adam—, aunque nada de lo que he escuchado me parece lógico. Pobre maestra, los niños la van a extrañar.



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En el texto hay: muerte, sangre, problemas mentales

Editado: 05.08.2018

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