El revolotear de los cuervos

XXXII

El celular de Christine comenzó a vibrar en el escritorio del psicólogo, una música se mezcló con el silenció hasta devorarlo, era una melodía empalagosa la que interrumpió la concentración que James tenía con los ojos de la niña. Era la primera vez que había sentido esa conexión con ella, podía percibir lo mucho que le quedaba por decir y al mismo tiempo, el miedo que tenía en hacerlo. Solo fue un instante en que sus miradas se separaron de aquella complicidad que tenían, y entonces la perdió.

—Disculpen, lo siento de verdad, es una llamada muy importante —explicó Christine al descubrir el nombre que aparecía en la pantalla de su móvil. Los remordimientos de conciencia parecían darle un puñetazo en el estómago, su mente empezó a divagar rápido y salió de inmediato de la oficina azotando la puerta detrás de sí.

—¿Qué otras cosas escuchas Justine? —preguntó tratando de recuperar el hilo de la consulta.

—¡Nada que tus oídos quieran escuchar, James! —vociferó la niña. Su mandíbula estaba tensa y sus ojos fueron embargados por la ira. Una alevosa sonrisa surcó su infantil carita.

James se sorprendió del enorme cambio de humor de la niña, casi como si se tratase de otra persona, pero no iba a desistir tan fácilmente. Tenía la sospecha que descubrir lo que realmente le sucedía a Justine sería la punta de lanza de su carrera, además de ayudarlo a ordenar las cosas en su mente.

—¿Por qué lo dices? ¿Por qué no quisiera escucharlo?

—Tampoco quisiste escuchar cuando te dije que la profesora Paulette estaba deprimida.

James sintió como si un balde de agua fría le cayera encima, tenía los ojos bien abiertos, nunca pensó que su paciente favorita le soltara eso de golpe. Abrió la boca, pero no pudo responderle, ni siquiera sabía qué decirle a una niña que supuestamente necesitaba ayuda. La puerta se abrió nuevamente, dejando ver el rostro de Christine en la entrada.

—Lo siento, me tengo que ir —confesó. Frotaba ambas manos con nerviosismo y se mordió el labio superior—, tengo un asunto que resolver. Espero dejar a mi sobrina en buenas manos, doctor Hooke.

—Claro que sí, señorita Bennett, Justine está en las mejores manos.

Su mirada volvió a encontrarse con la de la niña, en cuanto se quedaron solos. Esta vez decidió dejar que el silencio hiciera su trabajo, pero la niña se veía aturdida y no lo miraba fijamente. Pestañeaba y dirigía la mirada hacia puntos no específicos en su oficina.

«¿Te has dado cuenta? Te abandonó de nuevo. Tú pensabas revelarle todo sobre mí y todo sobre ti cuando a ella ni siquiera le importas».

La niña contempló el juguete que tenía en los brazos, los negros botones que tenía el conejo costurados como ojos parecían más falsos que todo lo que Christine le prometía.

«Te lo dije».

Justine cogió al muñeco de felpa con una sola mano y lo guardó en su mochila con coraje. Se sentía frustrada, molesta, decepcionada, pero sobre todo, sola. Las lágrimas comenzaron a escapar y un nudo en su garganta le imposibilitaba respirar.

—Justine, necesito saber más sobre los cuervos.

—No ti-ti-tiene caso —musitó—. Estoy bien.

«Así está mucho mejor, niñita».

Se puso la mochila sobre sus hombros y se puso de pie, para caminar hacia la salida. No tenía que darle más explicaciones a un extraño, no si a Christine, la única imagen materna que tenía, no le incumbía.

—Solo dime algo Justine —añadió él, antes de que la niña se le escabullera, sin revelarle nada más—. ¿Lo que escuchas son voces que te dicen qué hacer?

La niña asintió con nerviosismo y se echó a correr para huir de otras posibles preguntas, más no pudo escapar de aquellas sombras que se aparecían por los rincones de los pasillos de la escuela hasta que llegó al salón.

James por su parte, se recostó en su confortable sillón con una amplia sonrisa en el rostro. Sostuvo el lápiz entre sus labios, y arqueó ambas cejas. Estaba satisfecho, con la breve sesión de esa mañana. Empezó a darle un vistazo a los dibujos que tenía sobre su escritorio, aquellos cuervos dibujados con trazos rápidos y violentos parecían darle un nuevo punto de partida para poder analizar a la niña.

—¡Eureka! —exclamó entusiasmado—. Paulette, creo que cumpliré tu sueño, amor. Justine sí necesita un manicomio, después de todo.



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En el texto hay: muerte, sangre, problemas mentales

Editado: 05.08.2018

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