Primer acto: El sexo.
«Escúpeme en la boca», dije, sin pudor, hundido dentro de mi propia excitación. Los brazos fuertes de aquel vigoroso hombre me sostenían como evitando que cayera en coma con sus embestidas llenas de un sabor salado que caía por nuestro sudor.
El piso de la habitación se bañaba con gotas de fluidos que resbalaban de la cama. Nadábamos en un océano de sudor, saliva y líquido transparente de nuestros miembros, con solo una bombilla carente de energía sobre nuestras cabezas.
No podía ver nada, pero aún recuerdo cómo estaban nuestras pertenencias en esa habitación. Con cada una de nuestras exhalaciones, memorizaba cada centímetro a nuestro alrededor, y pensé en lo bien vestido que se veía aquel día. Su chaqueta negra; sobre el perchero de la entrada. Una camisa a botones color crema sobre el televisor, inusual de ver en esas fechas de marzo. Unos pantalones estilo chino, que pensé en arrancarlos desde que le vi, yacían a los pies de la cama. Y unas zapatillas que rompían, de alguna manera, con su estilo, y sorprendentemente, lo mejoraba.
Y no me lo podía creer; o tal vez, no lo quise creer, pero es probable que todo comenzase precisamente allí. Si todo pasó justo como recuerdo, fue el instante en que ya dejé de ser quién era. Había muerto, y tú ventilaste a una versión de mí que desconocía.
Era la tercera vez que habíamos quedado para tener sexo, en solo dos semanas.
Un poco antes de que llegara, me mantuve sereno en todo el rato que estuve solo en la habitación del motel, husmeando un poco en el armario y los gabinetes del baño esperando encontrarme con algún tesoro perdido de alguna de las almas que se revuelcan por ahí. Sin embargo, una inquietud no me dejaba en paz, y todo comenzó la primera vez que lo vi, el comienzo del fin. La punta del resbaloso iceberg por el que caigo día tras día.
Hacía ya un mes de eso, un día de febrero, no fue nada especial. Salía de echar un revolcón. Estaba exhausto, y algo adolorido debía admitir, pero ya estaba acostumbrado.
Entré a una farmacia para comprar unas papitas fritas y un refresco de cola. Pensaba volver a mi casa, echarme en mi cama y comer y beber mientras miraba alguna película de falso documental llenas de jumpscares.
Al momento de pagar, alguien entró haciendo sonar la campanilla. Esa que nunca solía llamar mi atención. Pero, justo esa noche, parecía canturrear mi nombre; llamándome, atrayendo mi vista hacia la persona que entraba en el local. Fue directamente hacia mí, bueno no, no hacia mí, hacia el dependiente, pero yo estaba ahí.
Cuando estuvo frente a mí, me percaté de que mi mirada seguía clavada en su fuerte semblante. Lo notó de inmediato, y volteé a ver el cambio que el dependiente había dejado junto a mis compras hace solo unos segundos. El tiempo parecía pasar más lento que de costumbre, estaba francamente intimidado, pero no de una forma necesariamente peligrosa, era una fuerza atractiva.
Tomé mis cosas y me alejé como pude. Al momento de unos pasos y volver a respirar el dióxido que soltó un camión de cargamento de cerdos, caí en cuenta, era uno de los inaccesibles, de los que probablemente quisiera, pero jamás me daría lo que quería.
Desde entonces, en mi mente se hallaba una imagen; una silueta, una sombra, impregnada con un aroma amaderado muy característico de él, pues en las ocasiones en que nos vimos, lo solías tener.
Y esa noche, en la tercera vez que nos citamos en ese motel de cuidado neutral, lo cargaba consigo: en la chaqueta, en la camisa, los pantalones, su cuello, su pecho y sus manos. En el instante en que abrí la puerta, lo supe, a mi nariz le encanta ese aroma fuerte y seco del ámbar. Y mi boca, que es una de sus aliadas, tomó fuerzas para que la vez anterior le dijera a ese hombre que usara una vez más ese perfume si se llegaran a volver a ver. Y cumplió, y mi boca estuvo feliz, porque mi nariz lo fue a la par que todo mi ser.
«Pasa, por favor», dije. En realidad, era una petición un poco más atrevida, disfrazada de cortesía a la que ya me había acostumbrado. Fue directamente al balcón a encender un cigarrillo. Me extrañó un poco, pues generalmente lo hacía después del sexo, pero no le di mucha importancia.
Me senté a un borde de la cama a observarlo; ver cómo fumaba mientras se desabotonaba su camisa me electrizaba los sentidos. Me preguntó si me molestaba que empezáramos un poco tarde, que quería fumarse un par de cigarrillos más. Le dije que no se preocupara, que lo esperaría toda la noche. «¿Y si de repente me fuera?» formuló otra pregunta. Y le respondí, juntando mis manos, que lo perseguiría adonde sea que vaya, hasta que al menos se despida con un beso.
Y me detuve en seco, él no lo vio pues siguió con su vista hacia la desolada avenida, pero una expresión de desagrado apareció en mi rostro.
Caminé al baño y me encerré, me apoyé en el lavamanos para poder observar fijamente mi reflejo en el espejo. Cada poro de mi rostro me delataba. Cada vello de mis cejas dibujaba un bosque en el que me perdía, ahora cayendo en cuenta, y en donde no me encontraba. Ese no era yo. ¿Yo acababa de decir eso? Era evidente que no estaba en mis cabales. Su colonia estaba ligada con alguna droga, pensé. Le buscaba mil bifurcaciones al comentario que le solté, pero todos daban hacia una carretera sin vía, directo a un precipicio.
Nunca había hablado así, con nadie. No me expresaba con alguna cursilería o regalaba palabras bonitas, siempre fui a lo que iba y si no me lo daban, me iba sin más. Cada persona con quien me cruzaba me generaba algún interés, pero el interés sexual era mi destino final. Anhelaba ese roce de pieles, las fuertes respiraciones, la acción de lamer cada parte del cuerpo como aprecio a la forma muscular del hombre; todo eso para mí, era mi prioridad.
Los encuentros que tenía, planeados o no, siempre llevaban una misma rutina, ideada por mí durante ese mismo proceso de aventura. Íbamos hacia algún lugar donde tuviéramos intimidad. Cogíamos, duro o suave según mi estado de ánimo. Después me iría luego de un estrechón de manos. Eso para mí resultaba, era lo que quería, y mientras me lo dieran, me sentiría bien. Y fue así un tiempo, hasta que lo vi.