En solo un par de meses, la base construida en el templo de mi vida sufrió una reestructuración de la que no pude escapar jamás. El castillo erigido por mí en el centro del valle del placer y la efervescencia humana; fue derrumbado por una sola persona, un gladiador de pecho marcado con ojos tan oscuros como la noche, a diferencia de su piel pálida cubierta de besos del ángel de fuego.
Día tras día me pregunté cómo fue posible algo así, tratando de no romperme la cabeza cada vez que me cruzaba con él, y la ocasión en que estuve en su auto con rumbo desconocido no fue la excepción.
Ya habíamos recorrido un largo trecho y se acercaba a una zona del pueblo que desconocía en gran parte. En ese instante no reconocía ni mis propias manos, la incertidumbre era yo, con nombre y apellido.
Miré a través de la ventanilla, y la calle de mi casa se veía en la lejanía, abajo al pie de la montaña, ni siquiera me había dado cuenta que subimos tanto, creo que estaba más preocupado por nuestro destino.
Las casas, contrario a lo que imaginaba, eran muy acomodadas, no todas por supuesto, pero unas deslumbraban con mayor amor arquitectónico que otras. Las personas por allí lucían tan despreocupadas por el mundo que las rodeaba, que parecía un edén en la tierra. Había un aire de sosiego alrededor de todos que no me hubiera imaginado estando a los pies de la montaña. Provocaba tumbarse en la hierba y observar la lejanía del pueblo a pies del todo.
Fabián condujo hasta detrás de una gran casona, la última de la calle, cercana a la punta del risco. Podía verse todo el pueblo y la autopista para salir de él desde esa altura. Detuvo el auto y me miró como esperando a que me bajara, sin tanto rodeo, lo hice. Creo que solo quería que soltara lo que tenía que decirme, ya no me importaba dónde, pero la curiosidad me mataba como al gato de Schröndinger.
Él se adelantó dando ciertos vistazos hacia atrás como para asegurarse de que no hubiera salido corriendo. Por mi parte, estaba encantado con el paraje que desconocía que existía a estas alturas.
Habían jardines adornados con grandes girasoles, sonrientes al centro del sol. Varios huertos con distinto tipo de vegetación y frutos era lo más común de ver por ahí. Y no se preocupaban por la contaminación en lo absoluto, imaginaba el aire filtrarse con las nubes que parecían alcanzarse con solo ponerse en la punta de los pies.
Oí un chillido de sorpresa a mis espaldas que me hizo girar sobre mis talones rápidamente. A pocos metros, una señora anciana sonreía de júbilo y no paraba de besar el rostro de Fabián, con tal fervor como un hijo, o quizá nieto, al que no hubiera visto desde hace mucho tiempo. Era evidente que él también ansiaba ese momento, pues tomó a la mujer en sus brazos y la alzó solo un poco para girar sobre sí mismo. Nunca había visto tal acto, tan reconfortante y cálido al corazón, como el centro de la tierra hace emerger las flores y el verdoso de las montañas.
Me acerqué con pasos sigilosos hasta la entrada de la casa. La señora ajustó su visión parpadeando unas cuantas veces, a la vez que le preguntó a Fabián sobre el «muchachito lindo» detrás de él. Él sujetó mi hombro con gentileza, me presentó como a un amigo.
La señora nos dio paso para entrar a su casa, bien acomodada y rústica, hecha de bloques de cemento y paredes cubiertas de un hermoso tinte blanco y azul. La señora Julieta, nombre que le oí decir a Fabián, resultaba ser su madre. Él y yo nos sentamos en el sofá y la mujer nos entregó a cada uno una taza de café recién colado.
Estuve tieso como una estatua mientras ambos se ponían al día. Entre pregunta y pregunta sobre familiares; la salud de estos; un casamiento que aún no llega; hijos que aún no se han planeado; viajes no concretados y llamadas pocas veces realizadas.
Hacía como que escuchaba y me sorprendía, sobre las historias que contaba la señora Julieta de su juventud, como si quisiera ponerme al día de su vida. Mencionó sus viajes a Europa y Norteamérica, cuando aún podía mantenerse en pie por períodos largos y era conocida por sus extensas rutinas de baile de distintos géneros musicales. Sorbo tras sorbo, la conversación se desvió de alguna manera al recuerdo de su esposo ya fallecido. En su rostro arrugado no tardaron de surgir lágrimas de dolor y nostalgia.
Fabián la ayudó a levantarse mientras le repetía que se fuera a descansar, y que él se encargaría de recoger y limpiar. Mientras subía las escaleras, a mi alrededor me percaté de un montón de cartas sobre una mesa en la esquina de la sala, todas con la estampilla de un corazón verde con una hoja trébol en el centro. Allí, a su vez, me di cuenta de que la casa estaba algo descuidada, y el papel tapiz azul con las nubes blancas que adornaba la cocina se volvió más viejo y desgastado de lo que había pensado al entrar.
¿Para qué Fabián me había traído hasta acá?, me pregunté. ¿Qué pasa por su cabeza? ¿Qué querrá decir todo esto? Por lo menos ya me encontraba más calmado que cuando íbamos en el auto, pero la duda todavía no me abandonaba, y claro, Fabián se tomaba todo el tiempo del mundo para ofrecerme una explicación.
Este bajó las escaleras recogiendo nuestras tazas y llevándolas al fregadero. Abrió una puerta en la cocina que conducía hacia la parte trasera de la casa y me dijo que lo siguiera. Dejamos la casa atrás con el rechinar de la puerta al cerrarse, y caminamos por un sendero de tierra que llevaba a una parte algo alejada del camino principal.
Llegamos hasta un columpio de madera en forma de banca, al lado de un gran árbol perfecto para trepar por sus ramas claramente gruesas y resistentes, y un poste de lámpara que lucía antiguo, de esos que sirven con queroseno.
No pude soportarlo más y le exigí que me dijera para qué me había llevado hasta allí. Me pidió que me sentara junto a él en el columpio pero me negué, le repetí con un tono demandante que me confesara lo que tenía que decirme de una vez.