El rey de las nubes

Tan caliente, tan frío

No sirvió de mucho correr pues al día siguiente el decano amenazó a mis padres con demandarnos por irrumpir de noche; afortunadamente no pasó a mayores, pero sí me gané un castigo y una suspensión de un año de mis estudios.

Todos los que entramos en la facultad fuimos escarmentados gracias a las cámaras de seguridad dentro de la misma. El único que se salvó fue Teo, por ser el que quedó afuera.

Eso sí me generó conflictos dentro de la jerarquía que tenía en mi familia. Mientras mi hermano se ganaba poco a poco los elogios por inaugurar junto a su novia un restaurante, se comprometía con ella, luego de seis años de noviazgo, compraban finalmente su primera casa juntos y parecía que la vida les sonreía por completo; yo trabajaba y trabajaba cubriéndome por completo de aserrín, todos los días.

No tenía distracción alguna, ya no podía ver a mis amigos más que por la pantalla del celular. Pocas veces salía mas que para acompañar a mi padre a comprar víveres o a mi madre a la iglesia. Tenían esa forma anticuada de castigo que si me atrevía a retar, las cosas irían a peor.

Así pasaron unos insoportables dos meses. Mi suspensión era de dos semestres, lo que constituía a un año con un par de meses. Me parecía algo exagerado solo por haber entrado de noche a un sitio en el que no resultó vandalizado absolutamente nada. Pero no tenía mucho poder en ese aspecto.

Sin embargo, un día del domingo de ese agosto, de regreso a casa desde la iglesia, mi madre se acercó a mí, con suaves caricias a mi oreja derecha. La miré con desgano y tristeza forzada, ella miró a mi padre que estaba a su lado y este emanó un suspiro que parecía crear una avalancha sobre nuestras cabezas si en un caso estuviéramos en una montaña nevada.

Él me miró fijamente, con el entrecejo arrugado, como tratando de analizar cualquier reacción que yo diera a su enunciado. «Listo, puedes estar contento, ya cumpliste tu castigo», soltó con voz serena. No puedes castigar a tu hijo que ya dentro de pocos meses cumple veinte, pude haberme escapado si hubiese querido, pensé, por supuesto no se lo dije, no soy tan estúpido.

Estaba agradecido, ya podía regresar a la normalidad. Vivir de esclavo en el taller, cortando madera, tallándola aun cuando fuera malísimo en eso, ayudando a cargar troncos pesados (pese a que sea solo hacia un camión aparcado en la calle) para que se los lleve al aserradero, no era nada placentero. Y no solía realizar esos trabajos de gran esfuerzo físico, solo que mi padre es muy unido a mi jefe, y me obligaba a hacerlos como parte de mi castigo.

Aunque ya no debía preocuparme. Supuse que ahora volvería a mi anterior puesto de solo cortar la madera. Y así fue. Al día siguiente llegué al taller, me puse mi uniforme, y me fui a mi mesa con la cortadora.

Mi jefe se acercó a mí dándome los buenos días y solo se encargó de decirme que ya mi padre habló con él. Luego de una odiosa broma sobre que ya no me preocuparía por si me rompía una uña (ja, ja, muy chistoso), ya no me movería de mi mesa para cortar. Aunque eso sí, ahora tocaba aprender a lijar, para quizá ganarme un poco más de dinero.

Mi jefe le ordenó al señor Edgar, quien se encargaba del lijado a la vez que de otras áreas, que me enseñara a usar la lijadora, y poder cubrir parte del trabajo cuando él no estuviera cerca.

Si bien no fue tan difícil aprender a usar la herramienta, dominar el arte de lijar la madera resultaba tremendo. Se necesita mucha paciencia y control de tus brazos, una precisión casi perfecta para evitar cualquier defecto o deformación. La suavidad con la que debe ser el resultado final debía ser magistral.

Muchas personas pedían sus muebles allí y cada día el trabajo era muy arduo y largo. Siempre me resultó fascinante ver al señor Edgar lijar con tanta concentración, y supuse que sería sencillo, pero con la práctica suficiente se mantenía también un buen trabajo.

Días después, durante esa misma semana, Teo me llamó para invitarme a una pequeña reunión en su casa.

Como tú ya cumpliste tu condena en tu casa, deberías venir a ver una película o algo. Susana ya está aquí.

—Suena bien. ¿Qué sabes de Mónica y Andrés, también irán?

No, la abuela de Mónica no la dejará salir de casa al menos un tiempo más, ya sabes cómo se pone la vieja...

Reí, recordando cómo Mónica se quejaba de lo que era vivir con su abuela en una charla que tuvimos la noche en el club

»Y los padres de Andrés lo enviaron a la granja con sus tíos durante su suspensión, o sea...

--No regresará hasta el año que viene —concluí—. Vaya, eso sí está jodido.

Después de concretar la hora y las botanas que llevaría, me metí a darme una ducha. Esa noche no resultó en nada de lo que pensé que sería, fue como una noche de invierno en verano, inesperado, casi imposible. Las estrellas apenas se podían contar, no había señales de la luna por ningún lado, el mismo silencio nocturno resultaba sospechoso.

Y justo al salir del baño, mientras secaba mi cabello frente al espejo tras la puerta, recibí una notificación. La luz parpadeante que avisa mi celular era distinta a la de mensajería habitual, hacía ya un tiempo que no tenía actividad por esa aplicación.

Abrí la notificación del chat, que me envió directamente al mismo. «Hola, quiero verte», decía el mensaje. No había ninguna foto de perfil y su biografía estaba casi en blanco. Enseguida y sin ánimos de que me estuvieran vacilando, escribí que no hablo con perfiles sin foto y mandé mi teléfono a modo reposo.

Sin embargo, lo sostuve con mis dos manos con recelo. Me pregunté si era la persona que tenía pensado. Tan solo imaginarlo, mi estómago rugió. No comprendí en el momento, pero tal vez esa sensación era algo que deseaba.

Mis ojos no se despegaron de la pantalla del celular a la vez que me ponía la camiseta, mientras me ponía el pantalón entre salto y salto, ni tampoco mientras cepillaba mis dientes desde el baño de mi habitación.



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En el texto hay: juvenil, romance, lgbt

Editado: 22.05.2024

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