Segundo acto: el amor
Fabián, Fabián, Fabián. «Fabián de Ríos o Elvis de Torrealba de la Orden. ¿Elvis de la Orden? Señor Fabián de Ríos». De vez en cuando me gustaba jugar a imaginar nuestros nombres de casados. Solo imaginarlo, nada de comentárselo, no quería asustarlo con mis tonterías, pero supongo que eso hace el tener por primera vez una experiencia tan reconfortante como sentir que alguien te quiere tanto.
Amor es igual a muerte. Mar. Cosmos... Ni siquiera todos los diplomados o estudios superiores de la psicología ni de ninguna otra cátedra tendría la respuesta a lo que es realmente el amor. ¿No te diste cuenta? Las cosas infinitas y desconocidas se pueden relacionar al amor. Forma parte junto con todas las fuerzas misteriosas que el entendimiento humano no ha llegado a comprender. Yo apenas estoy conociendo sobre el amor, y no comprendo ni el cinco por ciento del mismo.
Por el contrario, Fabián me ha demostrado su amor de muchas maneras. Con palabras, actos, dibujos, retahílas, versos; y yo solo me he abalanzado a él y besado para después acostarnos. Tanto me ha costado entenderlo, entender todo lo que ha pasado, que incluso hubo momentos en que dudaba si estaba haciendo las cosas bien. Si Fabián me merecía. No quería que pensara nada de eso.
Mes tras mes, con solo verle, con tocarle, hablarle, mensajearle, llamarle, besarle; crecía exponencialmente mi aprecio, cariño, y quería pensar que mi amor, de la misma manera. Incluso hice una investigación sobre el romance, todo lo que podía conseguir sobre el interés amoroso entre dos personas, lo remarcaba en una hoja de papel. Salidas juntos a cafeterías o cines, canciones cursis, publicar fotos diariamente en redes sociales... por algún motivo, no se me hacía suficiente.
Entonces indagué sobre el amor en tiempos lejanos, el pasado donde incluso nuestras miradas serían consideradas paganas. Hubo un tiempo donde se hacían bailes largos con los hombres usando trajes con corbata y sombreros y las mujeres vestidos largos, esponjados y pelucas glamurosas. También vi que paseaban por campos a pie o encima de un carruaje llevado por algún animal. Y había un interesante arte, ahora perdido, que muchas parejas adoraban: escribir cartas; con poesía, versos cortos o simplemente diciéndose cuánto se aman.
Había cierto encanto en aquellas muestras antiguas de afecto, que asumí se consideraría de mayor valor en la actualidad. Me pareció una idea atractiva escribir mis pensamientos en una carta, para demostrar mi verdadero interés y mis buenas intenciones en cuanto a esta relación.
Así que un domingo de abril, durante un tiempo de vientos calurosos y pieles expuestas, le invité a almorzar a mi casa por primera vez. Contemplé la posibilidad de que jugar en mi terreno me ayudaría bastante, además, tenía desde hace semanas grandes deseos de conocer a mi familia. No comprendía su afán, pero le hacía ilusión y era una muestra perfecta de demostrar mi compromiso, tal como él hizo conmigo.
Ese día, desde la mañana, le anuncié a mis padres (y mi hermano que pareciera que nunca se hubiera mudado), que un amigo iría a comer y a conocerlos a todos. Mi madre lució extrañada, mi padre desconfiado, y a mi hermano le dio absolutamente igual. De cualquier forma, mamá me avisó que tuviera todo listo mientras ella y mi papá preparaban la comida desde temprano.
Ordené la mesa con un mantel que saqué de una caja del armario de mis padres. Cubría toda la mesa con su lisa tela blanca y rosa. Acomodé las sillas y frente a ellas, puse los mejores platos, utensilios y vasos que teníamos, esos que solo usábamos en Navidad. Aunque les había dicho a todos que se vistieran bien, en contraposición, me vestí lo más casual que pude, no quería verme exagerado o que monté todo solo por la ocasión.
Saqué la carta que había escrito de mi gaveta, la ojeé con una sonrisa, estaba todo listo. La guardé en mi bolsillo para no olvidarla y me reuní con todos en la sala.
Recibí el mensaje de Fabián de que ya estaba saliendo de su casa, le envié un emoji con los ojitos de corazón. Les anuncié a todos de que ya venía en camino. Mi hermano comenzó a insinuar que si me importara tanto esta comida, no sería tal vez solo «un amigo». Mi padres me voltearon a mirar, ambos con el ceño fruncido. Además, dijo que si de verdad me interesaba, lo arruinaría porque siempre alejo a los que me importan.
Le grité de que era claro que no me conocía en lo absoluto, solo veía lo que quería ver de mí. Y que en lugar de insultarme debería largarse y preocuparse por su propia vida. Nuestra discusión se tornó algo fuerte. Mi madre se preocupó por que llegáramos a los golpes, pero mi padre nos puso en nuestro lugar. De verdad que me hartaba estar cerca de Oscar, pero solo lo mantenía allí por Fabián, que quería conocerle, por alguna extraña razón.
Ya estábamos sentados, en un silencio incómodo que rondaba la mesa. Escuchamos un auto aparcar fuera de la casa y cómo cerraban con cierta fuerza la puerta del mismo. Tocaron a la puerta y fui rápido a abrir, Fabián estaba tan radiante como siempre.
Había cortado su cabello, lucía pulcro. Vestía como siempre solía hacer, con camisa a botones y pantalones chinos, siempre adoré su gusto en la moda. Y al abrazarlo, me derretí por su aroma a ocre, tal vez pino, era perfume de esos que le encantaban, y me encantaban a mí, con olor amaderado suave. Me hacía recordar a un leñador, con cabaña en el bosque enteramente construida por él. Brazos fuertes y robustos, cortando madera entre el suave césped y el calor que emanaba el agua de la laguna cercana.
Le presenté a mi madre: Rebeca, una mujer conservadora de más de cincuenta. Atenta pero firme. Le gustan las películas de terror, como a mí, y comer comida del mar. Trabaja en el ámbito estético; con cejas, uñas y cosas así. Y después a mi padre: Ernesto, unos años más joven que su esposa. Se emancipó de sus padres durante su adolescencia por diferencias que nunca nos quiso contar. Es muy jovial y más despreocupado que mamá. Él trabajaba en el taller de carpintería, pero un accidente con una máquina evitó que pudiera continuar por decisión propia. Por último, y por lo tanto el menos importante, mi hermano Oscar, que solo servía para compartir las ganancias del restaurante con mis padres.