El rey de las nubes

Desorientados

Busqué a Micaela por todos lados, y fue en última instancia que se me ocurrió salir por la puerta trasera. Caminé entre la tierra y el pasto, admirando el bello paisaje campestre del exterior. Me abrí paso entre los animales y los huertos que se encontraban por allí, llegando cerca de un pozo que, a simple vista, no se había utilizado en mucho tiempo.

Oí varios ladridos a lo lejos, y cada vez se escuchaban más cerca. Parecía ser un perro grande y robusto, me alarmé enseguida y cuando por fin pude verlo, me puse tan rígido como un roble con raíces a metros de profundidad. El perro se acercó a olfatearme, me ladró un par de veces, y cerré los ojos para aceptar mi triste final.

De entre las malezas a unos metros de mí, un hombre joven gritó al perro que se estuviera quieto. El animal ladraba y ladraba. Con un ojo medio abierto vi cómo el muchacho se arrodillaba ante el perro y le ordenó calmarse y sentarse. Y sí lo hizo. Le dio una croqueta como premio y lo acarició un poco, ya me había calmado yo también para ese momento.

«Puedes estar tranquilo, amigo, no te hará nada», dijo con una sonrisa evidentemente burlesca. Evité revelarle por qué le temía a los perros grandes, casi que dejé de percibir al animal. Detrás de él, Micaela felicitó al canino por guiarlos de nuevo a casa. El muchacho respondió que era un perro muy inteligente. Detrás de la mujer, salieron quien supuse era su hermana, Rosa, un hombre adulto con un niño tomados de la mano y una chica embarazada, sí que era grande su barriga.

Micaela me los presentó, eran los demás inquilinos de la posada: el hombre adulto era el señor Joaquín, junto a su hijo de once años, Gabriel. La chica embarazada era Luna, su pareja Mariano y el perro de ambos, Galaxia. Todos saludaron con gusto; yo también lo hice. Sin pensarlo más, le pregunté a Micaela si tenía algún analgésico en casa.

—Debería haber en una caja de primeros auxilios que tenemos en el baño principal —respondió.

Ya me iba corriendo a buscarlo cuando Luna me detuvo.

—Disculpa, yo me tomé el último esta mañana; olvidé mencionarlo, señorita Micaela.

—¡Pues debo ir a comprar más enseguida!

Micaela se subió sus pantalones e intentó apresurarse a su camioneta, mientras, también mencionaba que debía ir a comprar los medicamentos para los caballos, recoger un paquete en la oficina de envíos y pasar buscando el vestido de Rosa que habían comprado hace una semana. El señor Joaquín se puso enfrente de ella y trató de calmarla y hacer que controlara su respiración, más como un gesto para que bajara su prisa.

El adulto se ofreció ir él mismo a la ciudad, agregó que para devolverle el favor que le había hecho cuando llegó con su hijo. Ella no quería pero al escuchar eso último cambió su semblante, y aceptó finalmente. Pregunté si podía acompañarle y aceptó con gusto, además, Mariano también quiso ir para comprar suplementos que Luna necesitaba.

Y mientras nos dirigíamos al automóvil del señor Joaquín, Rosa corrió hacia nosotros y se subió en el asiento de atrás, junto a mí y el pequeño Gabriel. «Yo necesito ir con ustedes; les indicaré el medicamento que requieren los caballos, yo presentaré la identificación de mi hermana para recibir el paquete y el vestido está a mi nombre y debo recogerlo», anunció. Todos nos miramos, y bueno, partimos enseguida.

Quería poder conseguir la medicina a tiempo para volver y que Fabián se recuperara. Era totalmente inaceptable que tuviera tantas ganas de visitar este sitio y se enferme apenas lleguemos, no podía permitirle un mal rato como ese.

Conocí un poco más a todos en el trayecto; de cómo el pequeño Gabriel sufrió de un ataque de asma repentino y Micaela les ayudó a controlarlo, gracias al nebulizador que tienen en casa, porque Rosa era asmática de niña. Oí las historias de Mariano y cómo logró conquistar a Luna y sus años de noviazgo, para finalmente dar el gran paso de tener un bebé. Parecían ser muy buenas personas, y todo indicaba a que nuestra estadía juntos no supondría ningún problema para nadie.

El señor Joaquín aparcó a un lado de una gran plaza frondosa y concurrida. El mayor decidió que nos dividamos para concluir los recados lo más pronto posible. Él, su hijo y Rosa irían juntos y Mariano y yo nos acompañaríamos mutuamente. Rosa y Mariano intercambiaron números para localizarnos entre nosotros y después de eso, cada grupo se dirigió a puntos opuestos.

Quise buscar la farmacia más cercana usando los mapas de mi celular, caí en cuenta de que no tenía conexión y que necesitaba una tarjeta SIM para poder usar datos. La cual aún no compramos. 

Mariano llamó mi atención, asegurándome de que él sabía perfectamente a dónde ir. Caminamos con cierta prisa entre una multitud de personas, intentando esquivar a todos para no perder tiempo. Al parecer había una clase de desfile y decidimos que sería el peor camino para elegir.

Cruzamos a otra calle y rodeamos todo ese alboroto. Me llevó por unos cuantos callejones, y cada vez que pasábamos a otra avenida, él parecía estar más desorientado. Finalmente declaró:

—Está bien, todo este gentío me hizo perder. Mejor busquemos en los mapas para ubicarnos mejor.

Después de un corto silencio, rezongué tan fuerte como pude. Me crucé de brazos a esperar que buscara él mismo en los mapas. «¡Listo, es por acá!», exclamó al cabo de unos minutos. Caminamos y caminamos, y cada calle estaba más transitada que la anterior. Por poco le perdía de vista luego de que varias personas intentaran pasar delante de mí al mismo tiempo.

Ya algo exhausto, nos detuvimos frente a un gran establecimiento. A través de las vitrinas se veía su inmenso tamaño y la gran variedad de productos que vendía.

—Por fin llegamos.

—¿Aquí es a dónde querías venir? —pregunté mientras subíamos las escaleras de la entrada.

—He tenido ganas de entrar desde que llegué con Luna, pero no ha querido salir de la posada, sobre todo con tanta gente en las calles.



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En el texto hay: juvenil, romance, lgbt

Editado: 22.05.2024

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