Después de la fiesta, evité a Rosa a toda costa. Perdió toda la confianza que le tenía. Intenté varias veces contarle a Fabián lo que había pasado, pero yo mismo me frenaba de hacerlo. Era muy doloroso. Constantemente me decía a mí mismo que lo perdería, justo como había dicho Teo. ¿Y qué quedaba de mí sin Fabián? Nada.
Días después, vino su cumpleaños. Fuimos a la ciudad junto a Micaela, el señor Joaquín y su hijo. Luna y Mariano se quedaron pues ella se sentía mal, así que no quisieron salir. Llegamos a un restaurante, comimos y le trajeron un pastel sorpresa. Ya lo sabía, Micaela fue la de la idea. Allí mismo, hicimos una videollamada con Javier y doña Julieta. La anciana estaba encantada con la felicidad de Fabián. Le brillaban los ojos con cada sonrisa de mi novio. Y al cantar el cumpleaños, soltó un alarido de alegría muy característico. Fue un momento bastante enternecedor.
Antes de terminar con la llamada, Fabián le reveló a ambos nuestros planes de quedarnos a vivir. Doña Julieta aplaudió llena de gozo y, aunque Javier mostró una mirada melancólica, le deseó lo mejor a su hermano y «toda la felicidad posible».
—Te has convertido en un hombre del que tu papá estaría orgulloso —expresó doña Julieta—. Sobre todo al verte en sus tierras —rio por lo bajo.
—Muchas gracias, mami. Creo que no puedo ser más feliz —manifestó entre sollozos que le evitaban continuar hablando claro.
Lo abracé con fuerza, y todos los presentes se acercaron para también darle un fugaz abrazo, incluso el niño.
Todos nos despedimos de Javier y doña Julieta, para no gastar tanto los datos móviles de Micaela.
—A partir de mañana, te ayudo a averiguar los trámites de residencia y nacionalidad —mencionó Micaela—. Aunque no sepa mucho de esas cosas ni adónde ir.
—Yo sí lo sé —indicó el señor Joaquín—. Puedo indicárselos con gusto.
—Gracias a todos por su ayuda y por acompañarme hoy, estoy muy agradecido —manifestó Fabián lleno de satisfacción—. Especialmente, agradezco haberte conocido, Elvis.
Imposible contarle lo que había pasado en la fiesta con Rosa. No me permitiría arruinar la felicidad de Fabián ni la mía, pero más importante, la de él. Aún si me carcomiera la culpa, prefiero sufrir antes de que él sufra.
Posteriormente, pasó algo de tiempo, un poco más de dos meses. Entre eso, el bebé de Mariano y Luna nació, y tuvieron que irse de la posada; pues necesitaban mucha atención, más espacio, ocupación... Su despedida fue triste, pero aseguraron que no se irían muy lejos y que nos continuaríamos viendo. El señor Joaquín y su hijo también se irían. No supe sobre sus razones de estadía y de ida, pero no me concierne tampoco.
Fabián y yo también habíamos estado comentando la posibilidad de conseguir un sitio propio. Es decir, no viviríamos allí por siempre. Luego de concretar los trámites y poder trabajar legalmente, iniciaríamos la búsqueda de un apartamento o algo. Sin embargo, algo ocurrió, que borraría por completo todos nuestros planes, crearía unos nuevos y alteraría toda interacción entre Fabián y yo.
Un día estábamos almorzando en un restaurante, luego de haber estado toda la mañana en una fila casi eterna de la institución pública encargada de la nacionalización de los residentes extranjeros. Sería algo así como las cuatro de la tarde.
Ya no pensaba mucho en el beso. Mantenía la mente bien ocupada por todo lo que debíamos hacer y los sitios que debíamos ir.
—¿Ya sabes qué es lo que quieres hacer, Elvis?
—¿De qué o qué?
—Bueno, luego de tener los permisos y todo, ¿sabes qué harás después?
—Depende.
Frunció el ceño, esperando que agregara algo más.
»No lo sé, lo que tú quieras.
—¿Harás lo que yo quiera?
—No sé, Fabián —suspiré—. Ya me las arreglaré cuando llegue ese momento. No me presiones.
—No es eso. Yo estoy logrando contactos gracias a Joaquín; puedo validar mi profesión de profesor y eso me ayudaría mucho. Solo que me preocupas tú.
—Gracias, pero no te preocupes, tengo mis planes ya pensados.
No era cierto, pero no podía decirle otra cosa. Me sonrió, se sintió aliviado. No podía decir lo mismo de mí.
Inconscientemente, fijé mi atención hacia el cristal que daba vista a la calle. Varios señores estaban fumando y conversando entre sí. De un instante a otro, caí en cuenta en algo muy importante. Se lo hice saber a Fabián enseguida.
—Oye, ¿recuerdas que me preguntaste si notaba un cambio en ti, hace tiempo? —pregunté, más por el hecho de querer cambiar la conversación súbitamente.
Dejó de masticar y mantuvo el pedazo de milanesa en su boca. Negó con la cabeza con una expresión confusa.
»Me lo preguntaste en el castillo del lago. Ya me di cuenta del cambio: ya no fumas.
Sonrió mientras tragaba, asintiendo repetidas veces.
—Ya lo recuerdo. Exacto, de eso hablaba.
—No sé por qué no me había dado cuenta hasta ahora. Y tienes bastante tiempo sin hacerlo. ¿Por qué?
—Simplemente dejé de hacerlo. ¿Por qué querría acortar más mi vida si ahora tú estás en ella?
Eso sí que me hizo estremecer, al mismo tiempo que me sonrojaba. No puedo creer lo mucho que me lograba conmover con cualquier cosa que me dijera. Le dije:
—Fabián Torrealba, soy tan afortunado de tenerte.
—¡Lo sé! —reímos juntos—. Y yo de tenerte a ti.
Y nos dimos un dulce beso fugaz, pero al mismo tiempo, eterno. Que perduraría por mucho tiempo, hasta que nuestros labios se volvieran a encontrar.
Fabián llamó al camarero para pedir la cuenta y, de paso, le pidió la contraseña del wifi. «Con gusto, señor», dijo con amabilidad.
—Si hubiera sabido que nos quedaríamos a vivir aquí, yo mismo habría comprado las tarjetas SIM en el aeropuerto —bufé con ironía.
—Lo siento, lo he olvidado. No sé por qué si es algo de lo que siempre hablamos —replicó Fabián.